Driving down the darkness

domingo, 7 de octubre de 2012

Pedro



A Pedro lo enterraron en el jardín secreto de la casa de campo de la familia Tenorio, hacía veinte años, tal vez veintiuno. El cura del pueblo había prohibido estrictamente a su padre que lo enterraran en el cementerio municipal, pues creía que al hacerlo perturbaría el descanso eterno de los que ya ocupaban su lugar en el panteón, y, por otra parte, llevarlo a la ciudad habría significado un pesar enorme, por lo que Javier Tenorio optó por enterrar a su hijo en su propia casa y olvidarse de esa propiedad.
Bárbara, hermana de Pedro, regresaba veinte años, o veintiuno, a esa casa a revivir los pocos recuerdos que le quedaban de su hermano y de su infancia antes de regresar a Guadalajara.
Bárbara Tenorio llegó a la Ciudad de Oaxaca un martes de Septiembre con la firme intención de restaurar la casa que su padre había adquirido a principio de los noventas. El plan original había sido tener esa casa en las cercanías de la villa de Etla para la recreación del matrimonio Tenorio Fernández, para ese entonces Pedro tenía dieciocho años, mientras que la pequeña Bárbara contaba con tan solo seis. Sin embargo, todo cambió la noche en que Pedro se quitó la vida en la sala de estar de la casa.
Aquella casa estaba ubicada en Santiaguito, un pequeño pueblo a la orilla de la carretera que quedaba a un par de kilómetros antes de la Villa de Etla, la habían comprado a una pareja de ancianos que querían migrar a la ciudad. Tenía una entrada grande y un portón negro marcado por un número cinco plateado, tras de ella iniciaba un sendero de adoquines y bordeado de árboles, avanzaba cincuenta metros y luego daba un giro hacia la derecha y se elevaba hasta unos setenta centímetros sobre el suelo, al final llegaba a una plataforma de cantera sobre la que estaba asentada la casa.
Según había contado la pareja de ancianos, aquella casa fue un seminario en los años cincuenta, por lo que la casa guardaba ciertas estructuras propias de un seminario, como una vieja capilla en el fondo del terreno. Por otra parte, la casa tenía varios jardines con pinos, paraísos y eucaliptos que daban un toque fresco al lugar. La parte frontal de la casa estaba recubierta de de plantas de enredadera, sin duda, era un lugar hermoso.
En cuanto a la casa, que era pequeña en comparación al tamaño del terreno, era de un solo piso y alargada, pues eran cuartos dispuestos linealmente, primero la cocina, luego la sala de estar, el cuarto de Pedro y Bárbara, el cuarto de los padres y al final el baño, que era el único que tenía un puerta que lo separaba de las demás habitaciones. Algunas partes de la casa conservaban paredes de adobe con las que había estado construida originalmente, la capilla, por ejemplo.
La familia Tenorio Fernández pasó tres semanas en esa casa, primer y único verano que estaría allí.
Bárbara llegó a Oaxaca en su camioneta Lincoln, ni siquiera tuvo que pasar por la ciudad, pues Santiaguito queda cerca de donde desemboca la autopista que viene de Huitzo. Tras pasar la última caseta de peaje pensó en todo lo que tenía que hacer ya que regresaba por la casa. En realidad, su plan era restaurarla y venderla, pues los recuerdos que tenía sobre ella eran vagos y nada satisfactorios. Tendría que llamar a algunas personas que se encargaran de cortar el pastos y de hacer los arreglos que fueran necesarios que, creyó ella, no serían demasiados pues la casa llevaba tan solo tres años completamente abandonada.
En la entrada del pueblo había un taller mecánico, justo al lado de él siempre había gente dispuesta a hacer la clase de trabajos que Bárbara necesitaba, por lo que al llegar subió a un par de hombres a su camioneta. Para llegar a la casa hacía falta seguir por la calle principal y pasar tres cuadras antes de girar a la derecha, sobre la calle de Reforma estaba la casa marcada con el número cinco.
Bárbara encontró el lugar justo como lo imaginaba. El pasto había crecido al grado que superaba los cincuenta centímetros, entre este habían flores silvestres de colores. Los árboles, todos en pie, daban la bienvenida en el sendero que llevaba a la casa. En aquel lugar reinaba una tranquilidad propia de los pueblos alejados del bullicio de la ciudad, era agradable sentir el calor del sol y la brisa fresca que venía de los cerros. Sin embargo, Bárbara no venía a disfrutar de la paz que le brindaba aquel lugar.
Los dos hombres que había recogido en la entrada del pueblo no dilataron en sacar sus herramientas y empezar a trabajar, por su parte, Bárbara fue directamente a la casa que estaba de lado derecho del terreno. Cruzar todo el sendero hizo que recordara que cuando era pequeña solía temer a todos esos árboles pues, pasadas las siete de la noche, emitían sombras espeluznantes que le ponían la piel de gallina. Ahora, ya una mujer adulta con muchas cosas en la cabeza debido a la condición crítica de su padre, esas sombras eran el menor de sus problemas. El pasto se había extendido de tal forma que incluso salía por entre los adoquines, no podía creer que hubieran abandonado la casa de esa manera, de no haberlo hecho habrían vendido la casa en cuestión de minutos puesto que era una casa hermosa cuando no estaba sepultada en hierba.
El sendero rodeaba un enorme jardín que en el pasado sirvió como cancha de fútbol para Pedro. Incluso, durante ese fatídico verano, Javier Tenorio contruyó una portería improvisada para jugar con su primogénito. Cuando Bárbara pasaba frente a ese patio notó que la portería seguía ahí, carcomida por las polillas y abrigada por el pasto que crecía alrededor de ella. No guardaba muchos recuerdos de Pedro pero sabía que le había amado, después de todo, jamás tuvo otro hermano ni mayor ni menor.
En el bolsillo llevaba un viejo llavero del Pato Lucas, el mismo que la pareja de ancianos dio junto con las escrituras de la casa, tomando la llave indicada (marcada con esmalte para uñas color rojo) abrió la puerta de la sala que había permanecido cerrada por poco más de diez años. La puerta chirrió y el aire viciado salió con su nauseabundo olor a polvo y humedad. La casa estaba exactamente como la recordaba: la sala de colores verdes claros con flores rosadas estaba dispuesta de la misma manera, el sillón para tres personas pegado a la pared, el sofá de lado izquierdo y el sillón individual de lado derecho, en el centro una mesa con una canasta de flores sintéticas, del techo colgaban dos lámparas con cubiertas doradas y cubiertas de telarañas. Abrió las puertas de par en par para que el aire circulara y se dispuso a limpiar, cosa que no había hecho en meses pero que no le molestaba en lo más mínimo.
Ella no lo recordaba, pero fue en esa misma sala donde su hermano enloqueció y amenazó a su padre con volarle los sesos con la escopeta que tenían guardada en el armario, la misma con la que momentos más tarde acabaría con su propia vida. A Bárbara la llevaron al centro del pueblo cuando todo ello pasó para evitar que presenciara la locura de su hermano. Su propio padre le confesó cuando cumplió veinte años lo que ocurrió esa noche, en la que juraron que jamás regresarían a Oaxaca.
Cuando Javier Tenorio se enteró de que su hija regresaba a Santiaguito a vender la casa de verano estalló en angustia, empeorando su estado de demencia senil. Aun así, Bárbara regresó a aquella casa.
En un par de días de intenso trabajo, la casa recuperó su jardín de ensueño, aunque en algunas partes el pasto había desarrollado fuertes raíces que debían ser arrancadas y remplazadas con pasto nuevo. En cuanto a la casa, se requirió un poco más de tiempo para verificar los desperfectos y repararlos, como las llaves de agua que estaba oxidadas o algunas partes del techo que necesitaban ser remendadas.
A decir verdad, todo ese trabajo le hizo bien para distraerse de las preocupaciones que tenía como gerente de la empresa que su padre pronto le heredaría, además de que de pronto recordaba algunas cosas de su infancia, recuerdos de su madre horneando un panqué, de su padre pintando cuadros en la capilla o de su hermano tocando su guitarra debajo de los pinos. De ella tratando de trepar a los ficus de la parte cercana al portón y de su hermano cuidando que no cayera. En realidad, estando en esa casa, recordaba mucho más de Pedro, como si todos esos recuerdos hubieran estado escondidos en algún lugar de su mente y solo la sensación de estar en esa casa los hubiera desenterrado.
Debido a que no pasaron mucho tiempo allí, no encontró fotografías ni álbumes que pudieran disparar sus memorias, aunque con tan solo mirar el jardín restaurado todo regresaba poco a poco.
Terminando de limpiar la casa, debía arreglar los asuntos relacionados con los servicios, visitar el municipio para la restauración del servicio de agua y luz, ir a la compañía telefónica para renovar el contrato de teléfono y pagar las deudas que tenía, etcétera.
Cuando terminó de arreglarlo todo, Bárbara decidió pasar un par de días en la casa antes de encargarle a un agente de bienes raíces la venta del inmueble. Fue a la ciudad, compró algunos víveres y se refundió en la casa y en su paz campirana.
Más tarde, mientras leía en la sala de la casa, quiso dar una vuelta por el jardín y ver de cerca la capilla en la que su padre solía pintar en los días en los que estaba en sus cinco sentidos. El cielo se veía violáceo y la brisa era agradable.
La capilla conservaba la forma original de cualquier capilla en el mundo, era un cuarto de ocho metros de largo por tres de ancho, con unas doce bancas de madera que empezaba pudrirse, seis de cada lado, al fondo había un púlpito y detrás de él estaban los bastidores en blanco que Javier Tenorio usaba en sus días de pintor aficionado. Bárbara se quedó parada en la entrada mirando el interior de la capilla por un rato. Recordó a su padre con su pantone y su pincel haciendo figuras y paisajes en los lienzos, muchos de ellos no eran buenos, sin embargo, aquel hobby lo mantenía contento.
De pronto un par de lágrimas brotó de sus ojos.
En ese momento su padre estaba enclaustrado en su habitación, tapado con una vieja cobija y hablando solo, hablando con sus fotografías o con personas que no estaban. A veces hablaba con Pedro, lo maldecía y luego gritaba, lloraba o se tapaba la cara con la cobija gritándole que se fuera, que lo dejara en paz. Eso había empezado en Enero y progresaba rápidamente, primero escuchaba voces, luego se convirtieron en alucinaciones. Enloqueció. A Bárbara le pesó mucho dejar a su padre tan solo a cargo de su madre y de la enfermera que lo cuidaba, pero debía hacer lo de la casa, quizás con ello haría que su padre encontrara descanso.
El cielo aún estaba violeta, pero ya empezaba a oscurecer. Bárbara dio media vuelta y se dispuso a regresar a la casa, sin embargo, al dar la media vuelta notó algo que llamó su atención. Detrás de la capilla había un pequeño jardín de pasto con una sola planta, un rosal grande lleno de rosas rojas, delante de él había una pequeña cruz que rezaba "Pedro".
El corazón le dio un vuelco. En un principio tuvo ganas de correr hasta la cruz y arrodillarse ante la tumba de su único hermano, pero algo le detuvo. Debajo del rosal la luz parecía difraccionarse como cuando pasa a través de un prisma de cristal. Bárbara se talló los ojos para aclarar la vista, pero nada cambió, los colores seguían allí. De pronto el aire sopló, un aire frío, y los colores se movieron como si fuesen olas, tras lo que empezaron a moverse de una forma constante. Esas luces de colores atraparon la atención de Bárbara, parecía hipnotizada por ese espectáculo e incluso tuvo miedo de que si apartaba la mirada cesaran las luces.
-Pedro- dijo Bárbara en voz alta, su voz le sonó distante, parecía que se hundía en el silencio que empezaba a volverse ensordecedor.
La luz del cielo empezó a ceder y la oscuridad de la noche llegó a Santiaguito, pero en el patio detrás de la capilla las luces de colores iluminaban el suelo. Las rosas rojas del rosal brillaban, eran hermosas, y Bárbara quiso tocarlas. Avanzó hacia el rosal, hasta que una voz le susurró al oído "no te acerques", entonces pareció regresar en sí. Cuando se dio cuenta de que todo era una locura las luces se detuvieron y empezaron a desvanecerse lentamente. Bárbara quedó en medio de la oscuridad y tuvo miedo. En algún momento la capilla le pareció tenebrosa y el rosal adquirió un aspecto de árbol podrido. Dio media vuelta y emprendió su camino de vuelta a casa.
-¿Te vas tan rápido?- dijo una voz que parecía provenir del rosal.
Bárbara volteó nuevamente hacia el rosal, pero no había nadie. Recargado sobre la pared de la capilla había un hombre de frac con un sombrero de copa y un bastón en mano. Apenas alcanzaba a distinguirlo por la oscuridad. Cuando ese personaje avanzó al frente, la luz de la luna lo alumbró otro poco, una mata de pelo salía por debajo del sombrero.
-Me costó mucho trabajo traerte de vuelta- dijo ese ser, se detuvo y prosiguió- no querrás perderte de lo que tengo para ti, ¿o sí?
-¿Quién eres?- preguntó Bárbara con inseguridad.
-¡Oh!- exclamó el ser oscuro- Disculpe mi pésima educación. Mi nombre es Érebos- dijo e hizo una reverencia.
-¿Qué eres?
-No perdamos el tiempo en eso, además, no me comprenderías si te lo explicara. Tan solo digamos que soy como un viejo amigo de la familia.
Bárbara sentía miedo de Érebos, sin embargo, tenía curiosidad de saber qué quería o por qué estaba ahí.
-¿Qué es lo que quieres?
-¡Ah! ¡Directo al grano! Eso me gusta- Érebos blandió su bastó y lo apuntó a Bárbara- Te quiero a ti.
-¿Qué quieres de mí?- preguntó mientras daba un paso hacia atrás.
-Eres algo así como una obsesión- explicó Érebos- a tu hermano lo tuve fácil, no necesité mucho para convencerlo de entregarse a mí. Tan solo te mencioné y se rindió. A tu padre, bueno, él solito vino. Cuando él muera tendré a tu madre, fácil, tanto como lo fue Javier. El verdadero reto eres tú. Cuando Pedro se humilló ante mí eras muy pequeña, además tus padres hicieron buen trabajo al aislarte de todo lo que pasó. Ahora te deseo, y no descansaré hasta tenerte.
-¿De qué hablas?- preguntó Bárbara, que empezaba a asustarse aún más.
-Soy la locura, querida, soy lo que hace que tu papá hable solo, soy lo que lo atormenta día y noche. Soy el que obligó a tu hermano a jalar el gatillo, y lo que quiero es que me temas.
-No- dijo Bárbara, que empezaba a perder el aliento, pero encontró la fuerza suficiente para empezar a retroceder.
-No intentes escapar, yo estoy en todos lados y te encontraré.
-¡Aléjate!- gritó Bárbara cuando notó que Érebos se acercaba a ella- ¡No te tengo miedo!
-Es porque no has visto qué puedo hacer- dijo Érebos, luego se quitó el sombrero.
Todo se oscureció. Bárbara solo alcanzaba a ver dos esferas amarillas que le miraban, que le devoraban.
-¡Pedro!- gritó Javier Tenorio, alrededor de ella estaba la sala de la casa, tal y como recordaba.
Pedro llegó a la sala desde la habitación que usaban él y la pequeña Bárbara. Se veía angustiado de muerte, los ojos se le veían rojos por las lágrimas que derramaba. Gritaba, lo hacía enloquecido, el cabello algo largo lo llevaba alborotado y caminaba como si algo le pesara. Después, Javier entró a escena tratando de tranquilizar a su hijo con palabras, pero no lo lograba, detrás de él venía Érebos. Mientras, Bárbara observaba silenciosa desde el rincón. Afuera, su madre y la pequeña Bárbara subían al auto para irse al centro del pueblo.
-¡Pedro! ¡Basta!- ordenó Javier- ¿qué diablos te sucede?
-¡Aléjate!- gritó Pedro, que trataba de esconderse detrás de los sillones.- ¡Lárgate de aquí!
-Hijo, por favor, tienes que decirme qué tienes.
-Anda, dile- dijo Érebos, que se mantenía detrás de Javier.
-¡Cierra la boca!- gritó Pedro- ¿por qué no te largas de una vez?
-No lo haré- dijo su padre- hijo, quiero ayudarte, pero primero tienes que decirme qué es lo que tienes.
-Lo que tienes no le importa- replicó Érebos- solo quiere dejar de lidiar contigo, a nadie le importas.
-¡Ya cállate!- gritó Pedro a Érebos- ¡Cierra la maldita boca!
-Pedro, por favor, mírame al menos.
Pedro levantó la vista y miró a su padre, pero de detrás de él Érebos asomó su rostro. Se había quitado el sombrero. Debajo de él estaba un cráneo deforme del que salían matas irregulares de cabello grisáceo, las cuencas de los ojos mostraban oscuridad y dos puntos amarillos que penetraban hasta lo más recóndito del ser. Más abajo, dos hileras de colmillos, como los de un tiburón, formaban una sonrisa diabólica.
-¡No!- gritó Pedro, luego se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar.
Ver a su hermano así rompió el corazón de Bárbara, su padre había omitido esa parte de la historia y le desgarraba el alma. Su hermano estaba postrado en el suelo mientras Javier trataba de acercarse a él y Érebos lo miraba riéndose malévolamente.
-¡Deja de llorar!- gritó Érebos y luego soltó una macabra risa- ¡Eres una niña! ¡Lloras por cualquier cosa!
-¡Ya cállate!- dijo Pedro sollozando.
-Pedro, hijo- Javier trató de continuar, pero las lágrimas de angustia empezaron a brotar de sus ojos.
-¡Eres patético!- gritó Érebos- Quizás Barbarita tenga más fuerza que tú. Pero solo lo sabré cuando la tenga.
-¡No!- gritó Pedro- ¡no te atrevas, hijo de puta!
-Hijo, ¿de qué hablas?- preguntó Javier entre lágrimas.
-Voy a acabar con esto ahora mismo.- Espetó Pedro y regresó a su habitación.
Érebos no le siguió, en vez de eso miró hacia el rincón, a Bárbara, y sonrió.
Desde el cuarto sonó un muy audible "click", lo que le heló la piel a Javier. Pedro regresó cargando la escopeta de bisagra que guardaban en el armario, se la colocó al hombro y apuntó a Érebos.
-Pedro- dijo Javier tan espantado que tartamudeaba- hijo, ¿qué haces?
-Aléjate de nosotros- dijo Pedro dirigiéndose a Érebos.
-No puedes matarme, no con esos estúpidos cartuchos.
-¿De qué hablas, hijo?
-No tienes las agallas para hacerlo- dijo Érebos, riéndose burlonamente.
Pedro apuntó justo a la cabeza de Érebos y jaló los percutores de la escopeta, sin embargo, Érebos se escondía detrás de Javier, quien dio un paso atrás tratando de alejarse de los cañones.
-Hijo, ¿qué haces? Baja esa cosa.
-Voy a terminar con todo- susurró Pedro.
-¡Eso es!- celebró Érebos- mata a tu padre, eso me haría muy feliz.
-No- dijo Pedro y dirigió el cañón hacia su mentón.
-¡No, Pedro!- gritó su padre.
-¡No!- gritó Bárbara y corrió hacia su hermano.
Sin embargo, no fue lo suficientemente veloz. Pedro jaló el gatillo y en una explosión la mitad derecha de su cara se convirtió en una mancha sanguinolenta. La sangre salpicó la cara de Bárbara, estaba caliente, demasiado, casi quemaba. Su hermano cayó frente a ella y la oscuridad la envolvió nuevamente.
Érebos regresó todo a la normalidad, estaba parado frente a Bárbara y, tras dedicarle una sonrisa con su dentadura de tiburón, se caló nuevamente el sombrero y regresó a su cara anterior. Bárbara estaba petrificada de terror, había faltado otro poco para perder el control de sus esfínteres, su cara se había puesto pálida, casi del color de la luna.
-No piido mucho- dijo Érebos- entrégame tu vida. Prometo que no terminarás como tu hermano, tan solo quiero saber que puedo visitarte de vez en cuando y saciar mi hambre contigo.
Érebos deseaba su miedo, su angustia, era como su alimento, pero para obtenerlo debía negociarlo. Ver a su hermano morir dolió en lo más profundo de su ser, no podía permitirse caer en manos de él, por su hermano no lo haría.
-No.
-Ya viste lo que puedo hacer, no te resistas.
-Si no te lo permito no puedes hacer nada- dijo Bárbara, pero en realidad no era ella quien hablaba, era alguien más hablando a través de ella.
Érebos dejó de sonreír. Aquellas palabras pesaron en su macrocósmica mente, en realidad le sonaban muy conocidas y, por un instante, perdió la seguridad que tenía al principio.
-No sabes en lo que te metes- espetó Érebos- pero tal vez si no puedo convencerte yo alguien más sí pueda.
De debajo de la chaqueta Érebos sacó una correa, la cual daba hasta detrás de la capilla, y tiró de ella como si de un asno se tratase. Lo que salió de allí impresionó tanto a Bárbara que le robó el aliento. Era un muchacho semidesnudo que caminaba a cuatro patas, tenía un collar y la correa de la que Érebos tiraba, tenía media cara desfigurada, era Pedro. Al llegar hasta donde su amo estaba se arrodilló junto a él. A pesar de lo dañado que estaba su rostro, se notaba una profunda tristeza en él y unas ganas enormes de echarse a llorar.
-No es real- se dijo Bárbara a sí misma, aunque no estaba demasiada convencida.
-Este me ha durado un buen rato- dijo Érebos- a veces lo hago llorar hasta que me quedo dormido.
-No es real- se repetía Bárbara, como un mantra que le liberara de aquella ilusión.
-Es tan divertido cuando llora- en ese momento, Érebos puso su mano en la cabeza de Pedro y le acarició el cabello.
Pedro gritó de dolor, luego empezó a llorar. Su llanto era desesperado, penetrante al oído, gritaba como si alguien estuviera desollándolo vivo. Se llevaba las manos al rostro, se tiraba del pelo y no dejaba de gritar, mientras que Érebos le acariciaba el cabello y sonreía. Los gritos eran desgarradores.
"Huye" dijo la voz, que se escuchaba distante, como un susurro que traía el viento frío. Bárbara empezó a dar pasos hacia atrás, al principio cortos, luego un poco más largos.
-No puedes huir, Barbarita- dijo Érebos, que mostraba nuevamente su sonrisa de dentadura de tiburón.- Te encontraré, lo sabes.
Bárbara se obligó a sí misma a correr. Corrió hasta la mitad del patio, vio que las luces de la casa estaban encendidas y tuvo la tentación de ir a la casa, puesto que ahí estaban las llaves de la camioneta, pero no podía regresar. Érebos la esperaba dentro de la casa. Corrió por el sendero hasta que llegó al último tramo, donde estaban las hileras de árboles que proyectaban las sombras tenebrosas. Se detuvo en seco al ver que las sombras no eran las de las ramas formando figuras irregulares, eran manos que movían los dedos esperando a que pasara para atraparla. Una vez más se llenó de temor.
"No es real", dijo la voz.
-No es real- repitió Bárbara- y si no es real...
"No pueden hacerte daño", completó la voz.
Las manos comenzaron a hacerse más pequeñas hasta que se redujeron a las habituales formas irregulares. Bárbara corrió a través del último tramo del sendero hasta llegar al portón, el cual abrió sin preocuparse de volverlo a cerrar. Ahí estaba la camioneta Lincoln, debajo de la defensa tenía la cajita metálica en la que guardaba el repuesto de la llave, la sacó y subió a la camioneta. En menos de lo que esperaba, emprendió su retorno a casa.
Tras salir de la calle principal a la carretera se sintió más tranquila. Encendió la radio y presionó la búsqueda automática de estación. El sintonizador dio una vuelta entera, luego otra, otra, hasta que se detuvo en el 99.9.
«Y como cada noche- dijo el locutor, de pronto escuchar la voz de alguien real, alguien que seguramente no tenía dientes de tiburón, fue muy reconfortante- tenemos para ustedes la mejor selección de rock clásico, rock de los sesentas y setentas. Por el momento les dejamos con...
« ¡No! ¡Aléjate de mí!- gritó Pedro a través de las bocinas de la camioneta- ¡Basta! ¡No!»
«Vayas donde vayas- esta vez era la voz de Érebos- te escondas donde te escondas, te encontraré- luego rió y Bárbara no pudo evitar imaginar las hileras de dientes de tiburón sonriendo- Vayas donde vayas, te encontraré. ¡Ja ja ja! ¡Te encontraré!»
Bárbara empezó a llorar y apagó la radio, pero aun así seguía escuchando la voz de Érebos que juraba ir por ella, fuera donde fuese.

No hay comentarios:

Publicar un comentario