-¡Ya saben que
estamos aquí!- gritó Armando- es la tercera vez que pasan por este salón.
Tenía
razón, estaban rondando, como si quisieran enloquecernos antes de decidirse a
entrar. Quise decir algo que tranquilizara a los demás, pero hubiera sido
inútil, pues yo me sentía igual de asustado.
Esta
mañana pensé en no venir a la facultad, tenía mucho sueño y habría sido fácil
quedarse en cama y seguir durmiendo, sin embargo, la moral me ganó y terminé
viniendo. A las doce del día, mientras esperaba clases cerca del anfiteatro,
varios alumnos de la escuela bloquearon las entradas a la escuela, tanto la
frontal como las dos laterales y la del estacionamiento, y cerraron las puertas
con las mismas cadenas con las que solían cerrarlas los intendentes, además,
impidieron que cualquier persona abandonara las instalaciones.
Lo
primero que se me vino a la mente fue que había estallado, al fin, la huelga
que se venía anunciando desde hacía un mes. Descarté esa idea porque no vi
ninguna manta ni pancarta con las exigencias del sindicato de trabajadores de
la universidad. Tan solo eran alumnos plantados en las entradas. Pronto, el
resto del alumnado se acercó a la entrada de la facultad para averiguar qué era
lo que sucedía y, en un instante, más de la mitad de los estudiantes de la
escuela estaban congregados ahí, tratando de averiguar por qué se cerraba la
escuela.
Carlos,
mi mejor amigo, y yo nos acercamos a la muchedumbre, aunque nos quedamos cerca
del primer edificio de salones que está justo en frente de la entrada. Cuando
el murmullo de la multitud se hizo demasiado evidente, el director de la
escuela salió de la dirección, a un costado de donde estaba yo, y se dirigió a
donde estaban los alumnos que bloqueaban la salida abriéndose paso por entre el
resto de los presentes.
Entonces
escuchamos un sonido grave que me recordó al de un cuerno, se prolongó cinco
segundos y se detuvo. Inmediatamente, los alumnos en la entrada sacaron de sus
mochilas máscaras que se pusieron en el acto, eran máscaras de jaguar. El
director seguía abriéndose paso con dificultad cuando el segundo sonido llegó,
entonces los enmascarados sacaron machetes que llevaban envueltos en bolsas de
plástico negro.
Fue
entonces cuando me di cuenta de que no solo eran los que estaban en la entrada,
de la biblioteca, a lado derecho de la entrada, vi salir a muchos enmascarados
más, también de los laboratorios que estaban a lado de la biblioteca, de los
baños e incluso de la misma dirección, todos empuñando machetes. El director
vociferó una sentencia contra aquellos que bloqueaban la salida y les ordenó
que soltaran sus armas, pero ni siquiera pudo terminar la frase. Un tercer
sonido nos alcanzó y los jaguares respondieron con un aullido. Entonces comenzó
la pesadilla.
Descargaron
sus machetes contra el más cercano, mutilando miembros y provocando gritos
horribles. Los que tuvimos oportunidad corrimos en busca de una salida o un
lugar donde escondernos, mientras, los jaguares nos persiguieron sin piedad.
Corrí junto con Carlos hacia los edificios posteriores de la facultad, pasamos
por uno de los auditorios en donde algunos jaguares sometían a alumnos y
masacraban a otros. De pronto me pareció ver a uno de los catedráticos que me
daban clase arrastrarse en el piso, herido, tratando de huir de uno de ellos.
Seguimos hasta donde estaba la cafetería, es decir, el último tramo de la
facultad donde está el estacionamiento. Pensé en salir por ahí, sin embargo,
algunos jaguares custodiaban el acceso a la escuela. Dentro de la cafetería,
otros tantos eran mutilados por enmascarados.
Terminamos
entrando a uno de los salones cercanos a la cafetería, detrás de nosotros
venían otros compañeros quienes entraron con nosotros. Cerramos la puerta,
corrimos las cortinas y puse el seguro. Un instante más tarde, alguien golpeó
la puerta y gritó que lo dejásemos entrar. Sin embargo, unos segundos después
gritó desgarradoramente, luego un golpe seco y unos hilillos de sangre se
colaron debajo de la puerta. El jaguar se alejó, jalando el cuerpo que había en
la entrada.
No
supe qué hacer, pero lo mejor fue taparme la boca con ambas manos para no
gritar. Carlos, pálido como nunca lo había visto, se sentó en el suelo y pegado
a la pared. Los compañeros que entraron después de nosotros eran Armando (un muchacho
que en realidad no nos caía bien), Raquel (una compañera de segundo año) y
otras dos chicas de primer año a quienes no conocía.
Al
igual que Carlos, me senté en el suelo aún con las manos en la boca. ¿Qué se
supone que debíamos hacer? Me pareció que lo mejor era calmarse para pensar en
una forma de salir de ahí con vida.
Afuera,
los gritos seguían tan intensos como al principio, cerca de nosotros, es decir,
afuera del salón, se escuchaba cómo los machetes cortaban el aire y se
encajaban en la carne de alguien, incluso el olor a sangre era demasiado
intenso como para ignorarlo. Las chicas de primero lloraban abrazadas, incluso
Armando había derramado algunas lágrimas.
Un
cuarto llamado sonó y los gritos cesaron gradualmente. Carlos despertó de su
ensimismamiento y fue hasta la ventana, lo seguí y corrimos un poco la cortina
para ver qué pasaba afuera: habían jaguares por todos lados, con sus uniformes
blancos teñidos de rojo por la sangre de los caídos, algunos amontonaban
cuerpos cerca de los basureros y algunos más llevaban prisioneros. De pronto,
un chirrido nos espantó y ambos dimos un brinco y estuvimos a punto de gritar,
solo eran los altavoces que habían sido encendidos.
Al
principio se escuchó un forcejeo y susurros que no eran entendibles del todo,
algunos sonidos secos que me hacían pensar que golpeaban a alguien. Un rato más
tarde, la inconfundible voz del director llegó a nosotros.
-¡Compañeros!-
exclamó- una banda de delincuentes ha tomado la escuela, alguien llame a la
policía y…
Lo
interrumpieron. Se escuchó que nuevamente forcejeaban, incluso quejidos del
director, luego un ruido seco seguido por silencio. Alguien más tomó su lugar
en el micrófono y habló.
-Creo
que su director no tiene más que decir- emitió, quien quiera que fuese, un
suspiro y continuó- Durante mucho tiempo he tenido que callar y soportar la
atrocidad llamada “México contemporáneo”. He visto a un pueblo mexicano que
transgrede sus propios orígenes y adoptas costumbres cosmopolitas. He soportado
a gente que utiliza la palabra “indígena” para insultar a otra persona, he
visto doctores y burócratas que menosprecian a quienes tienen raíces
autóctonas. He lamentado que México ha cedido su destino a unos cuantos que
solo velan por sus propios y enfermizos intereses.
“¡Xolopitlin[1]!-
exclamó enfurecido- nuestros antepasados tenían una misión: mantener
satisfechos a los dioses para que mantuvieran vivo a nuestro sol. Para ello
capturaban extranjeros y les ofrecían sus corazones a Huitzilopochtli como una
ofrenda. Pero ahora ustedes han caído enamorados de esos extranjeros y son
prisioneros idiotizados de lo que ellos nos venden. Pero ya ha sido suficiente,
he reunido a suficientes valientes con los que demostraremos a los dioses que
sus elegidos no nos hemos olvidado de nuestra misión.- un nuevo chirrido, los
altavoces estaban apagados.
Carlos
y yo nos miramos estupefactos. ¿Dioses? ¿Huitzilopochtli? Era una locura.
Armando sacó su teléfono y se apartó para poder hablar. Las chicas tenían los
ojos desencajados, mientras que Raquel empezó a renegar.
-¿Dioses?
Eso es una mamada. ¡Vivimos en el siglo veintiuno! ¡Por favor! Solo son un
montón de locos que…
-Raquel,
cállate- ordenó Carlos, que señaló a Armando que acababa de colgar.
-¿Qué?
¿A dónde hablaste?- pregunté exasperado.
-A
la policía, dijeron que…
Todos
callamos. Afuera, uno de los jaguares pasaba lentamente junto a la ventana, se
detuvo un instante y luego se alejó. Tardamos un rato en volver a hablar.
-Dijeron
que no tienen tiempo para bromas, que tienen cosas más importantes que atender.
-¡Ah,
vaya! Solo eso me faltaba, la pinche policía de mierda- espetó Raquel.
-No
ayudas a nadie con esa actitud- dijo Carlos y miró a Raquel con severidad, ella
se sintió apenada y mejor calló.- Hay que pensar cómo salir de aquí.
-Tienen
todas las salidas bloqueadas- respondí- pero están los edificios de hasta
atrás, allá nunca hay gente. Si podemos llegar ahí podríamos trepar la reja y
saltar hacia la prepa de a lado.
-¡Es
verdad!- dijo una de las chicas de primero (Andrea, creo que ese era su
nombre)- nosotras estábamos allá con la mitad de nuestro grupo y…
No
dijo nada más, no era necesario puesto que todos sabíamos qué había pasado con
el resto de su grupo. De pronto, otro jaguar pasó cerca del salón, esta vez
llevaba más calma que antes.
-¡Ya
saben que estamos aquí!- dijo Armando cuando el jaguar se había alejado- es la
tercera vez que pasan afuera de este salón.
Yo
también pensaba eso. Carlos empezó a buscar entre las bancas algo que pudiera
usar como arma mientras ordenaba lo que haríamos, cómo correríamos y cómo
treparíamos. Encontró un pedazo de varilla de una de las bancas y la empuñó. Me
acerqué a la puerta para cerciorarme de que no hubiera nadie estorbando la
salida, corrí un poco la cortina y lo vi: un jaguar asomaba la cabeza y
esperaba a que saliéramos. Nos acechaba.
Cerré
la cortina y me eché para atrás, mientras que el jaguar descargó su machete
contra el cristal, cuando tuvo suficiente espacio metió la mano y quitó el
seguro. Entró y nos miró a todos, primero fue contra Raquel y le rebanó el
cuello de un solo golpe. La sangre salió de su cuello a borbotones y luego cayó
pesadamente sobre el charco de su propia sangre. Las chicas gritaron de terror.
El jaguar me vio y fue contra mí, di pasos hacia atrás y tropecé cayendo de
espaldas. El jaguar alzó su machete, pero antes de que pudiera hacerme daño,
Carlos lo golpeó de lleno en la nuca. Una vez en el suelo, vi como mi mejor
amigo se le fue encima al enmascarado y lo golpeó una y otra vez con la
varilla, hasta que la máscara se rompió y brotó de ella sangre de jaguar.
Carlos
tomó el machete y todos corrimos detrás de él hacia la barda posterior de la
facultad. Sin embargo, no contábamos con que nos estarían esperando. De los
pasillos salieron jaguares que interceptaron a las chicas, que se habían
quedado atrás. Me volví y solo pude ver cómo encajaban sus machetes en las
cabezas de las chicas. Delante de nosotros, en los baños, había varios jaguares
esperando. Carlos quiso luchar con el machete robado, pero ellos le desarmaron
sin mucho esfuerzo.
Estábamos
a merced de los enmascarados, creí que de nada serviría luchar y que de todos
modos íbamos a morir, por lo que me hinqué y cubrí mi rostro con las manos.
Delante de mí escuché cómo golpeaban a Carlos y a Armando, esperé la muerte con
los ojos cerrados. Sin embargo, ésta no llegó. Uno de ellos me puso de pie,
abrí los ojos, nos llevaban prisioneros.
Nos
dirigimos hacia la entrada de la escuela. Durante el trayecto vimos todos los
horrores que habían causado los jaguares: miembros cercenados, la sangre que se
acumulaba entre los adoquines y los cuerpos que se iban acumulando en
determinados lugares. Vi amigos, maestros, compañeros.
Llegamos
al edificio donde habíamos estado antes de que comenzara la masacre, pero esta
vez subimos a la segunda planta y nos metieron en uno de los salones. A lo
lejos, en el frontispicio de la facultad, había jaguares limpiando y barriendo
la entrada del edificio que estaba al final de la escalinata. Entramos y nos
sentamos. Había al menos unos veinte alumnos más, todos hombres y todos
asustados. A la mayoría solo los conocía de vista y el resto eran desconocidos
para mí. A cada lado del aula había jaguares con los machetes empuñados y
listos para atacar. Todos mostraban marcas de haber sido golpeados de alguna
forma, incluido Carlos, quien tenía un hilillo de sangre corriendo por su ojo
izquierdo.
Unos
momentos más tarde, un jaguar llegó al salón y habló con otro de ellos en lo
bajo, luego se retiró. Un nauseabundo olor apareció en el aire, primero muy
vago, luego se fue intensificando. Olía como a animal muerto, incluso me
recordó a aquella vez que disequé un corazón en el anfiteatro y que olvidé
conservar en formol, el olor aquel era similar a éste. Olía a muerto. Sentí
ganas de vomitar y comencé con arcadas, sin embargo me contuve.
Entonces
apareció en la puerta un hombre grande, de un metro noventa de estatura,
llevaba una gran melena de cabello que rebasaba su cintura y una gran barba. Su
cuerpo estaba pintado de negro y llevaba puesta una túnica en blanco y negro.
De su cuello, y era el detalle que me hizo vomitar fue un collar que colgaba de
su cuello: estaba hecho con manos cercenadas y extendidas.
-Si
llamaron a policía- inició aquel hombre- temo que será completamente inútil.
Esta mañana hicimos diez llamadas iguales desde diez escuelas diferentes
reportando lo mismo que seguramente le dijeron a la policía. Después de la
quinta llamada dejaron de asistir. Hoy tienen una oportunidad de
reivindicación- dijo, era el mismo que había hablado en los altavoces- ya han
cometido suficientes faltas, pero los dioses solo piden su sangre a cambio. Una
vez que los llevemos a la piedra del sacrificio ya no habrá más que hacer,
pero, sonrían, esto no es un castigo, al contrario, es un honor. Siéntanse
orgullosos de que sus corazones palpitantes serán una ofrenda agradable para
Hutizilopochtli.
Dicho
todo aquello se marchó.
Miré
a mi alrededor y vi que todos temblaban, algunos hasta lloraban. En un momento
dado, un grupo de jaguares entraron con dos bandejas y caminaron entre los
lugares repartiendo el contenido de sus charolas. Eran hojas secas de
marihuana, a cada uno se nos fue dada una y nos ordenaron ponerla en la parte
más alejada de nuestra lengua.
Las
cortinas estaban corridas, vimos cuando traían al director desde otro de los
salones. A lo lejos, en el frontispicio, el sacerdote (eso tenía que ser)
prepara su piedra improvisada de sacrificio. El director caminaba lento,
aletargado, y no ponía la más mínima resistencia. Tenía una herida en la ceja
derecha y un hilillo de sangre provenía de la comisura de su boca. Lo
condujeron a la escalinata.
Cuando
el director llegó allá, muchos empezaron a llorar, sin embargo, mirábamos.
Cuatro jaguares acompañaban al sacerdote, quien les ordenó que lo tomaran de
las extremidades. El sacerdote descubrió el pecho del director y alzó el
cuchillo de obsidiana que emitía un resplandor tenue. El cuchillo descendió y
penetró la piel, pero no hubo gritos. Después de un rato, el sacerdote alzó el
corazón del director y lo ofreció. Acto seguido, comenzó a desollar el cuerpo,
al terminar, se colocó la piel del primer sacrificado como si fuese una manta.
Después de
todo, una patrulla llegó a las puertas de la facultad, supuse que para
cerciorarse de que las llamadas habían sido meras bromas. Un par de jaguares
los recibieron y los hicieron pasar hasta la escalinata, al ver el cuerpo del
director quisieron desenfundar sus armas y llamar refuerzos, pero fue demasiado
tarde. Los jaguares los trajeron al salón donde todos estábamos recluidos.
Miraba
aquel espectáculo y tenía una sensación lejana de asco, pero se desvanecía.
Fueron pasando uno por uno, incluyendo a los oficiales, y los cuerpos se fueron
acumulando debajo de la escalinata. Sería una mentira si dijera que no sentí
tristeza cuando llamaron a Carlos y lo llevaron a la piedra del sacrificio,
pero al irse tenía una gran sonrisa de tranquilidad. Al final todos
comprendimos que el sexto sol debe ser cuidado por nosotros, sus elegidos.
Quizás
aún no sea tarde para salvarnos, quizás nuestro sacrificio encamine a nuestro
pueblo a su sagrado destino y agrade a los dioses. Mientras esperaré con una
gran sonrisa en mi boca.