Driving down the darkness

domingo, 23 de diciembre de 2012

El Ahuehuete

-Doctor Juárez, buenas noches- contestó el doctor Jaime Juárez con mucho pesar, eran las dos de la mañana y no tenía muchos ánimos de hacerlo.
-¡Doctor!- gritó Gonzalo del otro lado de la línea- ¡Tiene que ayudarme! ¡Ha regresado por mí!
-Gonzalo, no podemos seguir así, ya te he dicho que si quieres que te ayude tienes que hacer una cita con mi secretaria, ¿entiendes?
-Por favor, doctor- Gonzalo se escuchaba al borde de las lágrimas, su voz era temblorosa y angustiada- es en serio, está aquí ¡me ha encontrado!
-Gonzalo, cálmate. Mira, llega a las ocho de la mañana a mi consultorio y te atenderé gustoso.
-¡No! ¡Le juro que si me cuelga me meto un tiro!-  un sonoro click llegó a los oídos de Jaime, el de un revólver.
-Gonzalo, por favor- dijo Jaime, que despertó por completo ante semejante amenaza- no hagas una locura, hijo.
-Solo quiero que me ayude- Gonzalo rompió a llorar. Era un llanto de profunda tristeza.
-Entonces habla conmigo.
-Sí, doctor.
-Bien, ahora dime qué es lo que pasa.
-Regresó, doctor- dijo Gonzalo ya más tranquilo.
-¿Quién regresó?
-Está afuera, doctor. Me está esperando.
-Gonzalo, necesito que me escuches, ¿ok? Ahora estás en casa, tu lugar seguro. Nadie puede hacerte daño, escucha mi voz ¿entiendes?
-Sí, doctor- cada vez trataba de contener el llanto con mayor éxito.
-Ahora, dime quién te encontró.
-El ahuehuete, doctor.
Un ahuehuete. La idea sonaba tan ridícula que Jaime creyó que esta vez sería más que necesario internar a Gonzalo en Reyes Mantecón. Hacia una semana había mostrado un gran avance en cuanto a sus terrores nocturnos, sin embargo, esa noche tenía un retroceso catastrófico. Jaime lo atribuyó a que Gonzalo había dejado de tomar sus medicamentos demasiado pronto.
-¿Un árbol?- preguntó Jaime, tratando de ocultar su incredulidad- ¿dices que un árbol te encontró?
-No es un árbol- respondió Gonzalo, que empezaba a alterarse de nuevo- Finge ser uno, pero no lo es.
-Entonces, ¿qué es?
-No sé- rompió a llorar nuevamente- no lo sé doctor.
-Ok, tranquilízate ¿quieres? Dime qué es.
No obtuvo más respuesta que los sollozos de Gonzalo, que tras un momento se convirtieron en llanto puro.
                -Gonzalo- dijo Jaime con voz paciente- ¿qué es?
-¡No lo sé!- gritó Gonzalo con desesperación.
-¿Por qué dices que volvió?
-Porque se llevó a Julián y hoy he visto sus garras tratando de entrar a mi habitación.
-¿Qué es lo que quiere?
-A mí- dijo Gonzalo, tras lo cual intensificó su llanto.
-Tranquilo, ¿Por qué dices eso?
-Porque soy el único que le falta.
-¿Qué quieres decir?- preguntó Jaime, que se pegaba el móvil a la oreja para no perder ningún detalle de lo que su paciente decía- ¿a qué te refieres con que eres el único que le falta?
-¡Mató a mis amigos, doctor! ¡A Lalo y a Julián!- exclamó Gonzalo.
-¿Por qué lo hizo?
-Porque quisimos matarlo.
-¿Cómo?
-No me acuerdo- dijo Gonzalo.
Lloraba como un niño, con angustia que acongojaba. A Jaime le resultaba difícil no imaginar a su paciente con las manos en el rostro y postrado en su cama hablando con quien consideraba su única ayuda posible.
-Trata de hacerlo, Gonzalo. Si recuerdas podré encontrar una forma de ayudarte.
-Cuando éramos niños- comenzó el relato de pronto, como si no hubiera escuchado a Jaime- vivíamos en Santiaguito Etla en casas seguidas. En la esquina de nuestra calle había un terreno baldío lleno de árboles que sobrevivieron a un incendio cuando era un recién nacido. En la mera esquina había un ahuehuete. Nunca nos llamó la atención, porque no creció mucho. Hasta que un día una de las cabras del papá de Julián desapareció.
“Encontramos…- lloró de nuevo, pero casi de inmediato se tranquilizó, sonó su nariz y continuó- encontramos una parte del cadáver de la cabra debajo del árbol. Estaba mordisqueado, muerto, con los ojos como canicas. Creímos que los perros callejeros lo habían hecho, pero no fue así.
-¿Cómo sabes que no fueron los perros callejeros?
-Por lo que vi esa noche.
-¿Qué viste, Gonzalo?
-No sé- empezaba a balbucear por las lágrimas- no me acuerdo.
-Gonzalo, tienes que decirme qué viste para que pueda ayudarte.
-Mi casa era la última de la calle antes del terreno baldío. Esa noche no pude dormir por pensar en la cabra del papá de Julián, solo pensaba y pensaba. Entonces miré a la ventana. ¡Dios! ¡Ojalá no hubiera volteado! El ahuehuete se movía, pero no por el viento, más bien parecía moverse en contra de él. Lo vi moverse, caminar. ¿Cómo diablos puede ser posible eso? Caminó y asomó parte de él a mi casa. Nosotros teníamos un perro ¿sabe? Un pastor alemán que le habían regalado a mi papá, él estaba afuera y… El ahuehuete lo vio.
“Pareció que se puso de pie. Algunas de sus ramas se volvieron… Brazos con… enormes garras… Saltó la barda…- las pausas que hacía entre frase y frase se llenaban por el sonido de su respiración agitada, Jaime lo imaginaba sosteniendo el teléfono con los ojos cerrados y el puño apretado.- Entró en la casa. Era horrible, como esos árboles de El Señor de los Anillos, pero con una esencia más diabólica. Fue hasta donde estaba el perro y… lo tomó con sus garras. Del tronco abrió su… boca o lo que quiera que fuese. Se lo comió.
“Dios mío- susurró Gonzalo, que lloraba nuevamente. Jaime lo escuchaba atento, a decir verdad, su historia le resultaba más estremecedora de lo que esperaba.- Cerraba sus fauces cuando me vio. No tiene ojos, pero sabes que te está mirando, se puede sentir. Doctor ya no puedo.
-Sí puedes, Gonzalo.
-No, doctor. Me ha encontrado. Solo es cuestión de tiempo que venga por mí.
-Nadie vendrá por ti, si pasa algo llamaré a la policía- respondió Jaime, intentando infundir un poco de confianza en su paciente.- ¿Qué pasó después?
-Empezó a acercarse, caminando lento con sus raíces que se había convertido en patas. Vino hasta mi ventana y miró mi habitación y a mí.
-¿Y qué pasó?
-No lo sé- contestó Gonzalo con sollozos- me desmayé.
-¿Y cómo intentaron matarlo?- preguntó Jaime, tratando de apresurar su conversación.
-Al otro día les platiqué a Julián y a Lalo lo que había pasado. Me creyeron, Lalo nos contó que su abuelo contaba que no había que confiar en los ahuehuetes porque las almas malditas los usan para vivir eternamente, así que propuso cortarlo con el hacha que usaba para cortar leña. Él era el mayor, tenía quince, Julián tenía ocho y yo seis. Nos vimos al atardecer, cuando nuestros padres estaban ocupados. Lalo llevó su hacha, no dijimos nada, solo dejamos que lo hiciera.
“Cortó tan rápido como pudo. A cada hachazo brotaba un líquido negro, como la sangre, pero apestaba a perro muerto. Cortó y cortó hasta que el tronco no pudo resistir más y cayó sobre el terreno. Creímos que lo habíamos matado. Cuando tratamos de volver a casa una de las ramas se envolvió en el tobillo de Lalo y tiró de él y…- El recuerdo fue demasiado para Gonzalo, vio morir a su amigo, pensó Jaime, un trauma de lo más duro.- El ahuehuete abrió de nuevo sus fauces y lo devoró. Julián y yo corrimos a nuestras casas y nos encerramos.
-Si lo cortaron, ¿por qué dices que volvió?
-Porque al otro día encontramos el lugar vació. Se desarraigó y se fue.
-Gonzalo, bien pudieron arrancado las raíces para dejar limpio el terreno y…
-¡Yo sé lo que vi!- gritó Gonzalo con sumo enojo- ¡No estoy loco, doctor! El árbol se comió a mi amigo.
Gonzalo rompió a llorar, esta vez con una desesperación y una angustia desgarradora. No respondía, tan solo lloraba. No le veía, pero Jaime tenía la clara imagen de Gonzalo: sentado en la cama sosteniendo el teléfono en una mano y el revólver en la otra, la cara pálida y los ojos inyectados de sangre, con una mirada enloquecida por la angustia que sufría. Esa imagen era aterradora.
-La semana pasada me encontré a Julián. Aún trabaja como jardinero en Santiaguito. Me dijo que el ahuehuete jamás volvió y saberlo fue lo mejor que me había pasado en años. Me sentí tan bien que ayer decidí visitar el pueblo.
-¿Y qué pasó?
-Busqué a Julián y me dijeron que llevaba dos días desaparecido. Cuando encontré mi antigua casa…
-¿Qué?
Gonzalo gritó de horror.
-¿Qué pasó?- gritó Jaime, tratando de llamar su atención.
-¡Ahí estaba! En la misma esquina tal y como lo recordaba, solo que esta vez tenía colgado el sombrero de Julián. ¡El maldito lo mató también! Me fui de ahí y vine directo a casa y no he salido.
-¿Entonces cómo sabes que te ha encontrado?
-¡Porque he visto la sombra de sus garras querer entrar a mi habitación!- exclamó Gonzalo, ya al borde de la locura.
-Pero esa podría ser la sombre de cualquier árbol, tan solo estás proyectando uno de tus traumas en…
-Doctor, ¡¿Cómo es eso posible si mi departamento está en el doceavo piso de un edificio?!
-Gonzalo, necesitas tomar de nuevo tus medicamentos, esas alucinaciones son…
-¡Al diablo con los medicamentos!- inquirió Gonzalo- ¡Al diablo con…!
Se detuvo.
-¿Gonzalo?- dijo Jaime. Pero no hubo respuesta.
-No.
-Gonzalo, ¿cuándo fue la última vez que…?
-¡No!
Un estruendo, el de la ventana de la habitación de Gonzalo romperse en mil pedazos.
-¡No! ¡No, por favor!- gritó Gonzalo, esta vez sus gritos eran de auténtico terror.
El disparo de su revólver, luego otro. Más gritos. Por fin la comunicación se cortó.
-¿Gonzalo?
Solo escuchó sonidos de teléfono.

domingo, 7 de octubre de 2012

Pedro



A Pedro lo enterraron en el jardín secreto de la casa de campo de la familia Tenorio, hacía veinte años, tal vez veintiuno. El cura del pueblo había prohibido estrictamente a su padre que lo enterraran en el cementerio municipal, pues creía que al hacerlo perturbaría el descanso eterno de los que ya ocupaban su lugar en el panteón, y, por otra parte, llevarlo a la ciudad habría significado un pesar enorme, por lo que Javier Tenorio optó por enterrar a su hijo en su propia casa y olvidarse de esa propiedad.
Bárbara, hermana de Pedro, regresaba veinte años, o veintiuno, a esa casa a revivir los pocos recuerdos que le quedaban de su hermano y de su infancia antes de regresar a Guadalajara.
Bárbara Tenorio llegó a la Ciudad de Oaxaca un martes de Septiembre con la firme intención de restaurar la casa que su padre había adquirido a principio de los noventas. El plan original había sido tener esa casa en las cercanías de la villa de Etla para la recreación del matrimonio Tenorio Fernández, para ese entonces Pedro tenía dieciocho años, mientras que la pequeña Bárbara contaba con tan solo seis. Sin embargo, todo cambió la noche en que Pedro se quitó la vida en la sala de estar de la casa.
Aquella casa estaba ubicada en Santiaguito, un pequeño pueblo a la orilla de la carretera que quedaba a un par de kilómetros antes de la Villa de Etla, la habían comprado a una pareja de ancianos que querían migrar a la ciudad. Tenía una entrada grande y un portón negro marcado por un número cinco plateado, tras de ella iniciaba un sendero de adoquines y bordeado de árboles, avanzaba cincuenta metros y luego daba un giro hacia la derecha y se elevaba hasta unos setenta centímetros sobre el suelo, al final llegaba a una plataforma de cantera sobre la que estaba asentada la casa.
Según había contado la pareja de ancianos, aquella casa fue un seminario en los años cincuenta, por lo que la casa guardaba ciertas estructuras propias de un seminario, como una vieja capilla en el fondo del terreno. Por otra parte, la casa tenía varios jardines con pinos, paraísos y eucaliptos que daban un toque fresco al lugar. La parte frontal de la casa estaba recubierta de de plantas de enredadera, sin duda, era un lugar hermoso.
En cuanto a la casa, que era pequeña en comparación al tamaño del terreno, era de un solo piso y alargada, pues eran cuartos dispuestos linealmente, primero la cocina, luego la sala de estar, el cuarto de Pedro y Bárbara, el cuarto de los padres y al final el baño, que era el único que tenía un puerta que lo separaba de las demás habitaciones. Algunas partes de la casa conservaban paredes de adobe con las que había estado construida originalmente, la capilla, por ejemplo.
La familia Tenorio Fernández pasó tres semanas en esa casa, primer y único verano que estaría allí.
Bárbara llegó a Oaxaca en su camioneta Lincoln, ni siquiera tuvo que pasar por la ciudad, pues Santiaguito queda cerca de donde desemboca la autopista que viene de Huitzo. Tras pasar la última caseta de peaje pensó en todo lo que tenía que hacer ya que regresaba por la casa. En realidad, su plan era restaurarla y venderla, pues los recuerdos que tenía sobre ella eran vagos y nada satisfactorios. Tendría que llamar a algunas personas que se encargaran de cortar el pastos y de hacer los arreglos que fueran necesarios que, creyó ella, no serían demasiados pues la casa llevaba tan solo tres años completamente abandonada.
En la entrada del pueblo había un taller mecánico, justo al lado de él siempre había gente dispuesta a hacer la clase de trabajos que Bárbara necesitaba, por lo que al llegar subió a un par de hombres a su camioneta. Para llegar a la casa hacía falta seguir por la calle principal y pasar tres cuadras antes de girar a la derecha, sobre la calle de Reforma estaba la casa marcada con el número cinco.
Bárbara encontró el lugar justo como lo imaginaba. El pasto había crecido al grado que superaba los cincuenta centímetros, entre este habían flores silvestres de colores. Los árboles, todos en pie, daban la bienvenida en el sendero que llevaba a la casa. En aquel lugar reinaba una tranquilidad propia de los pueblos alejados del bullicio de la ciudad, era agradable sentir el calor del sol y la brisa fresca que venía de los cerros. Sin embargo, Bárbara no venía a disfrutar de la paz que le brindaba aquel lugar.
Los dos hombres que había recogido en la entrada del pueblo no dilataron en sacar sus herramientas y empezar a trabajar, por su parte, Bárbara fue directamente a la casa que estaba de lado derecho del terreno. Cruzar todo el sendero hizo que recordara que cuando era pequeña solía temer a todos esos árboles pues, pasadas las siete de la noche, emitían sombras espeluznantes que le ponían la piel de gallina. Ahora, ya una mujer adulta con muchas cosas en la cabeza debido a la condición crítica de su padre, esas sombras eran el menor de sus problemas. El pasto se había extendido de tal forma que incluso salía por entre los adoquines, no podía creer que hubieran abandonado la casa de esa manera, de no haberlo hecho habrían vendido la casa en cuestión de minutos puesto que era una casa hermosa cuando no estaba sepultada en hierba.
El sendero rodeaba un enorme jardín que en el pasado sirvió como cancha de fútbol para Pedro. Incluso, durante ese fatídico verano, Javier Tenorio contruyó una portería improvisada para jugar con su primogénito. Cuando Bárbara pasaba frente a ese patio notó que la portería seguía ahí, carcomida por las polillas y abrigada por el pasto que crecía alrededor de ella. No guardaba muchos recuerdos de Pedro pero sabía que le había amado, después de todo, jamás tuvo otro hermano ni mayor ni menor.
En el bolsillo llevaba un viejo llavero del Pato Lucas, el mismo que la pareja de ancianos dio junto con las escrituras de la casa, tomando la llave indicada (marcada con esmalte para uñas color rojo) abrió la puerta de la sala que había permanecido cerrada por poco más de diez años. La puerta chirrió y el aire viciado salió con su nauseabundo olor a polvo y humedad. La casa estaba exactamente como la recordaba: la sala de colores verdes claros con flores rosadas estaba dispuesta de la misma manera, el sillón para tres personas pegado a la pared, el sofá de lado izquierdo y el sillón individual de lado derecho, en el centro una mesa con una canasta de flores sintéticas, del techo colgaban dos lámparas con cubiertas doradas y cubiertas de telarañas. Abrió las puertas de par en par para que el aire circulara y se dispuso a limpiar, cosa que no había hecho en meses pero que no le molestaba en lo más mínimo.
Ella no lo recordaba, pero fue en esa misma sala donde su hermano enloqueció y amenazó a su padre con volarle los sesos con la escopeta que tenían guardada en el armario, la misma con la que momentos más tarde acabaría con su propia vida. A Bárbara la llevaron al centro del pueblo cuando todo ello pasó para evitar que presenciara la locura de su hermano. Su propio padre le confesó cuando cumplió veinte años lo que ocurrió esa noche, en la que juraron que jamás regresarían a Oaxaca.
Cuando Javier Tenorio se enteró de que su hija regresaba a Santiaguito a vender la casa de verano estalló en angustia, empeorando su estado de demencia senil. Aun así, Bárbara regresó a aquella casa.
En un par de días de intenso trabajo, la casa recuperó su jardín de ensueño, aunque en algunas partes el pasto había desarrollado fuertes raíces que debían ser arrancadas y remplazadas con pasto nuevo. En cuanto a la casa, se requirió un poco más de tiempo para verificar los desperfectos y repararlos, como las llaves de agua que estaba oxidadas o algunas partes del techo que necesitaban ser remendadas.
A decir verdad, todo ese trabajo le hizo bien para distraerse de las preocupaciones que tenía como gerente de la empresa que su padre pronto le heredaría, además de que de pronto recordaba algunas cosas de su infancia, recuerdos de su madre horneando un panqué, de su padre pintando cuadros en la capilla o de su hermano tocando su guitarra debajo de los pinos. De ella tratando de trepar a los ficus de la parte cercana al portón y de su hermano cuidando que no cayera. En realidad, estando en esa casa, recordaba mucho más de Pedro, como si todos esos recuerdos hubieran estado escondidos en algún lugar de su mente y solo la sensación de estar en esa casa los hubiera desenterrado.
Debido a que no pasaron mucho tiempo allí, no encontró fotografías ni álbumes que pudieran disparar sus memorias, aunque con tan solo mirar el jardín restaurado todo regresaba poco a poco.
Terminando de limpiar la casa, debía arreglar los asuntos relacionados con los servicios, visitar el municipio para la restauración del servicio de agua y luz, ir a la compañía telefónica para renovar el contrato de teléfono y pagar las deudas que tenía, etcétera.
Cuando terminó de arreglarlo todo, Bárbara decidió pasar un par de días en la casa antes de encargarle a un agente de bienes raíces la venta del inmueble. Fue a la ciudad, compró algunos víveres y se refundió en la casa y en su paz campirana.
Más tarde, mientras leía en la sala de la casa, quiso dar una vuelta por el jardín y ver de cerca la capilla en la que su padre solía pintar en los días en los que estaba en sus cinco sentidos. El cielo se veía violáceo y la brisa era agradable.
La capilla conservaba la forma original de cualquier capilla en el mundo, era un cuarto de ocho metros de largo por tres de ancho, con unas doce bancas de madera que empezaba pudrirse, seis de cada lado, al fondo había un púlpito y detrás de él estaban los bastidores en blanco que Javier Tenorio usaba en sus días de pintor aficionado. Bárbara se quedó parada en la entrada mirando el interior de la capilla por un rato. Recordó a su padre con su pantone y su pincel haciendo figuras y paisajes en los lienzos, muchos de ellos no eran buenos, sin embargo, aquel hobby lo mantenía contento.
De pronto un par de lágrimas brotó de sus ojos.
En ese momento su padre estaba enclaustrado en su habitación, tapado con una vieja cobija y hablando solo, hablando con sus fotografías o con personas que no estaban. A veces hablaba con Pedro, lo maldecía y luego gritaba, lloraba o se tapaba la cara con la cobija gritándole que se fuera, que lo dejara en paz. Eso había empezado en Enero y progresaba rápidamente, primero escuchaba voces, luego se convirtieron en alucinaciones. Enloqueció. A Bárbara le pesó mucho dejar a su padre tan solo a cargo de su madre y de la enfermera que lo cuidaba, pero debía hacer lo de la casa, quizás con ello haría que su padre encontrara descanso.
El cielo aún estaba violeta, pero ya empezaba a oscurecer. Bárbara dio media vuelta y se dispuso a regresar a la casa, sin embargo, al dar la media vuelta notó algo que llamó su atención. Detrás de la capilla había un pequeño jardín de pasto con una sola planta, un rosal grande lleno de rosas rojas, delante de él había una pequeña cruz que rezaba "Pedro".
El corazón le dio un vuelco. En un principio tuvo ganas de correr hasta la cruz y arrodillarse ante la tumba de su único hermano, pero algo le detuvo. Debajo del rosal la luz parecía difraccionarse como cuando pasa a través de un prisma de cristal. Bárbara se talló los ojos para aclarar la vista, pero nada cambió, los colores seguían allí. De pronto el aire sopló, un aire frío, y los colores se movieron como si fuesen olas, tras lo que empezaron a moverse de una forma constante. Esas luces de colores atraparon la atención de Bárbara, parecía hipnotizada por ese espectáculo e incluso tuvo miedo de que si apartaba la mirada cesaran las luces.
-Pedro- dijo Bárbara en voz alta, su voz le sonó distante, parecía que se hundía en el silencio que empezaba a volverse ensordecedor.
La luz del cielo empezó a ceder y la oscuridad de la noche llegó a Santiaguito, pero en el patio detrás de la capilla las luces de colores iluminaban el suelo. Las rosas rojas del rosal brillaban, eran hermosas, y Bárbara quiso tocarlas. Avanzó hacia el rosal, hasta que una voz le susurró al oído "no te acerques", entonces pareció regresar en sí. Cuando se dio cuenta de que todo era una locura las luces se detuvieron y empezaron a desvanecerse lentamente. Bárbara quedó en medio de la oscuridad y tuvo miedo. En algún momento la capilla le pareció tenebrosa y el rosal adquirió un aspecto de árbol podrido. Dio media vuelta y emprendió su camino de vuelta a casa.
-¿Te vas tan rápido?- dijo una voz que parecía provenir del rosal.
Bárbara volteó nuevamente hacia el rosal, pero no había nadie. Recargado sobre la pared de la capilla había un hombre de frac con un sombrero de copa y un bastón en mano. Apenas alcanzaba a distinguirlo por la oscuridad. Cuando ese personaje avanzó al frente, la luz de la luna lo alumbró otro poco, una mata de pelo salía por debajo del sombrero.
-Me costó mucho trabajo traerte de vuelta- dijo ese ser, se detuvo y prosiguió- no querrás perderte de lo que tengo para ti, ¿o sí?
-¿Quién eres?- preguntó Bárbara con inseguridad.
-¡Oh!- exclamó el ser oscuro- Disculpe mi pésima educación. Mi nombre es Érebos- dijo e hizo una reverencia.
-¿Qué eres?
-No perdamos el tiempo en eso, además, no me comprenderías si te lo explicara. Tan solo digamos que soy como un viejo amigo de la familia.
Bárbara sentía miedo de Érebos, sin embargo, tenía curiosidad de saber qué quería o por qué estaba ahí.
-¿Qué es lo que quieres?
-¡Ah! ¡Directo al grano! Eso me gusta- Érebos blandió su bastó y lo apuntó a Bárbara- Te quiero a ti.
-¿Qué quieres de mí?- preguntó mientras daba un paso hacia atrás.
-Eres algo así como una obsesión- explicó Érebos- a tu hermano lo tuve fácil, no necesité mucho para convencerlo de entregarse a mí. Tan solo te mencioné y se rindió. A tu padre, bueno, él solito vino. Cuando él muera tendré a tu madre, fácil, tanto como lo fue Javier. El verdadero reto eres tú. Cuando Pedro se humilló ante mí eras muy pequeña, además tus padres hicieron buen trabajo al aislarte de todo lo que pasó. Ahora te deseo, y no descansaré hasta tenerte.
-¿De qué hablas?- preguntó Bárbara, que empezaba a asustarse aún más.
-Soy la locura, querida, soy lo que hace que tu papá hable solo, soy lo que lo atormenta día y noche. Soy el que obligó a tu hermano a jalar el gatillo, y lo que quiero es que me temas.
-No- dijo Bárbara, que empezaba a perder el aliento, pero encontró la fuerza suficiente para empezar a retroceder.
-No intentes escapar, yo estoy en todos lados y te encontraré.
-¡Aléjate!- gritó Bárbara cuando notó que Érebos se acercaba a ella- ¡No te tengo miedo!
-Es porque no has visto qué puedo hacer- dijo Érebos, luego se quitó el sombrero.
Todo se oscureció. Bárbara solo alcanzaba a ver dos esferas amarillas que le miraban, que le devoraban.
-¡Pedro!- gritó Javier Tenorio, alrededor de ella estaba la sala de la casa, tal y como recordaba.
Pedro llegó a la sala desde la habitación que usaban él y la pequeña Bárbara. Se veía angustiado de muerte, los ojos se le veían rojos por las lágrimas que derramaba. Gritaba, lo hacía enloquecido, el cabello algo largo lo llevaba alborotado y caminaba como si algo le pesara. Después, Javier entró a escena tratando de tranquilizar a su hijo con palabras, pero no lo lograba, detrás de él venía Érebos. Mientras, Bárbara observaba silenciosa desde el rincón. Afuera, su madre y la pequeña Bárbara subían al auto para irse al centro del pueblo.
-¡Pedro! ¡Basta!- ordenó Javier- ¿qué diablos te sucede?
-¡Aléjate!- gritó Pedro, que trataba de esconderse detrás de los sillones.- ¡Lárgate de aquí!
-Hijo, por favor, tienes que decirme qué tienes.
-Anda, dile- dijo Érebos, que se mantenía detrás de Javier.
-¡Cierra la boca!- gritó Pedro- ¿por qué no te largas de una vez?
-No lo haré- dijo su padre- hijo, quiero ayudarte, pero primero tienes que decirme qué es lo que tienes.
-Lo que tienes no le importa- replicó Érebos- solo quiere dejar de lidiar contigo, a nadie le importas.
-¡Ya cállate!- gritó Pedro a Érebos- ¡Cierra la maldita boca!
-Pedro, por favor, mírame al menos.
Pedro levantó la vista y miró a su padre, pero de detrás de él Érebos asomó su rostro. Se había quitado el sombrero. Debajo de él estaba un cráneo deforme del que salían matas irregulares de cabello grisáceo, las cuencas de los ojos mostraban oscuridad y dos puntos amarillos que penetraban hasta lo más recóndito del ser. Más abajo, dos hileras de colmillos, como los de un tiburón, formaban una sonrisa diabólica.
-¡No!- gritó Pedro, luego se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar.
Ver a su hermano así rompió el corazón de Bárbara, su padre había omitido esa parte de la historia y le desgarraba el alma. Su hermano estaba postrado en el suelo mientras Javier trataba de acercarse a él y Érebos lo miraba riéndose malévolamente.
-¡Deja de llorar!- gritó Érebos y luego soltó una macabra risa- ¡Eres una niña! ¡Lloras por cualquier cosa!
-¡Ya cállate!- dijo Pedro sollozando.
-Pedro, hijo- Javier trató de continuar, pero las lágrimas de angustia empezaron a brotar de sus ojos.
-¡Eres patético!- gritó Érebos- Quizás Barbarita tenga más fuerza que tú. Pero solo lo sabré cuando la tenga.
-¡No!- gritó Pedro- ¡no te atrevas, hijo de puta!
-Hijo, ¿de qué hablas?- preguntó Javier entre lágrimas.
-Voy a acabar con esto ahora mismo.- Espetó Pedro y regresó a su habitación.
Érebos no le siguió, en vez de eso miró hacia el rincón, a Bárbara, y sonrió.
Desde el cuarto sonó un muy audible "click", lo que le heló la piel a Javier. Pedro regresó cargando la escopeta de bisagra que guardaban en el armario, se la colocó al hombro y apuntó a Érebos.
-Pedro- dijo Javier tan espantado que tartamudeaba- hijo, ¿qué haces?
-Aléjate de nosotros- dijo Pedro dirigiéndose a Érebos.
-No puedes matarme, no con esos estúpidos cartuchos.
-¿De qué hablas, hijo?
-No tienes las agallas para hacerlo- dijo Érebos, riéndose burlonamente.
Pedro apuntó justo a la cabeza de Érebos y jaló los percutores de la escopeta, sin embargo, Érebos se escondía detrás de Javier, quien dio un paso atrás tratando de alejarse de los cañones.
-Hijo, ¿qué haces? Baja esa cosa.
-Voy a terminar con todo- susurró Pedro.
-¡Eso es!- celebró Érebos- mata a tu padre, eso me haría muy feliz.
-No- dijo Pedro y dirigió el cañón hacia su mentón.
-¡No, Pedro!- gritó su padre.
-¡No!- gritó Bárbara y corrió hacia su hermano.
Sin embargo, no fue lo suficientemente veloz. Pedro jaló el gatillo y en una explosión la mitad derecha de su cara se convirtió en una mancha sanguinolenta. La sangre salpicó la cara de Bárbara, estaba caliente, demasiado, casi quemaba. Su hermano cayó frente a ella y la oscuridad la envolvió nuevamente.
Érebos regresó todo a la normalidad, estaba parado frente a Bárbara y, tras dedicarle una sonrisa con su dentadura de tiburón, se caló nuevamente el sombrero y regresó a su cara anterior. Bárbara estaba petrificada de terror, había faltado otro poco para perder el control de sus esfínteres, su cara se había puesto pálida, casi del color de la luna.
-No piido mucho- dijo Érebos- entrégame tu vida. Prometo que no terminarás como tu hermano, tan solo quiero saber que puedo visitarte de vez en cuando y saciar mi hambre contigo.
Érebos deseaba su miedo, su angustia, era como su alimento, pero para obtenerlo debía negociarlo. Ver a su hermano morir dolió en lo más profundo de su ser, no podía permitirse caer en manos de él, por su hermano no lo haría.
-No.
-Ya viste lo que puedo hacer, no te resistas.
-Si no te lo permito no puedes hacer nada- dijo Bárbara, pero en realidad no era ella quien hablaba, era alguien más hablando a través de ella.
Érebos dejó de sonreír. Aquellas palabras pesaron en su macrocósmica mente, en realidad le sonaban muy conocidas y, por un instante, perdió la seguridad que tenía al principio.
-No sabes en lo que te metes- espetó Érebos- pero tal vez si no puedo convencerte yo alguien más sí pueda.
De debajo de la chaqueta Érebos sacó una correa, la cual daba hasta detrás de la capilla, y tiró de ella como si de un asno se tratase. Lo que salió de allí impresionó tanto a Bárbara que le robó el aliento. Era un muchacho semidesnudo que caminaba a cuatro patas, tenía un collar y la correa de la que Érebos tiraba, tenía media cara desfigurada, era Pedro. Al llegar hasta donde su amo estaba se arrodilló junto a él. A pesar de lo dañado que estaba su rostro, se notaba una profunda tristeza en él y unas ganas enormes de echarse a llorar.
-No es real- se dijo Bárbara a sí misma, aunque no estaba demasiada convencida.
-Este me ha durado un buen rato- dijo Érebos- a veces lo hago llorar hasta que me quedo dormido.
-No es real- se repetía Bárbara, como un mantra que le liberara de aquella ilusión.
-Es tan divertido cuando llora- en ese momento, Érebos puso su mano en la cabeza de Pedro y le acarició el cabello.
Pedro gritó de dolor, luego empezó a llorar. Su llanto era desesperado, penetrante al oído, gritaba como si alguien estuviera desollándolo vivo. Se llevaba las manos al rostro, se tiraba del pelo y no dejaba de gritar, mientras que Érebos le acariciaba el cabello y sonreía. Los gritos eran desgarradores.
"Huye" dijo la voz, que se escuchaba distante, como un susurro que traía el viento frío. Bárbara empezó a dar pasos hacia atrás, al principio cortos, luego un poco más largos.
-No puedes huir, Barbarita- dijo Érebos, que mostraba nuevamente su sonrisa de dentadura de tiburón.- Te encontraré, lo sabes.
Bárbara se obligó a sí misma a correr. Corrió hasta la mitad del patio, vio que las luces de la casa estaban encendidas y tuvo la tentación de ir a la casa, puesto que ahí estaban las llaves de la camioneta, pero no podía regresar. Érebos la esperaba dentro de la casa. Corrió por el sendero hasta que llegó al último tramo, donde estaban las hileras de árboles que proyectaban las sombras tenebrosas. Se detuvo en seco al ver que las sombras no eran las de las ramas formando figuras irregulares, eran manos que movían los dedos esperando a que pasara para atraparla. Una vez más se llenó de temor.
"No es real", dijo la voz.
-No es real- repitió Bárbara- y si no es real...
"No pueden hacerte daño", completó la voz.
Las manos comenzaron a hacerse más pequeñas hasta que se redujeron a las habituales formas irregulares. Bárbara corrió a través del último tramo del sendero hasta llegar al portón, el cual abrió sin preocuparse de volverlo a cerrar. Ahí estaba la camioneta Lincoln, debajo de la defensa tenía la cajita metálica en la que guardaba el repuesto de la llave, la sacó y subió a la camioneta. En menos de lo que esperaba, emprendió su retorno a casa.
Tras salir de la calle principal a la carretera se sintió más tranquila. Encendió la radio y presionó la búsqueda automática de estación. El sintonizador dio una vuelta entera, luego otra, otra, hasta que se detuvo en el 99.9.
«Y como cada noche- dijo el locutor, de pronto escuchar la voz de alguien real, alguien que seguramente no tenía dientes de tiburón, fue muy reconfortante- tenemos para ustedes la mejor selección de rock clásico, rock de los sesentas y setentas. Por el momento les dejamos con...
« ¡No! ¡Aléjate de mí!- gritó Pedro a través de las bocinas de la camioneta- ¡Basta! ¡No!»
«Vayas donde vayas- esta vez era la voz de Érebos- te escondas donde te escondas, te encontraré- luego rió y Bárbara no pudo evitar imaginar las hileras de dientes de tiburón sonriendo- Vayas donde vayas, te encontraré. ¡Ja ja ja! ¡Te encontraré!»
Bárbara empezó a llorar y apagó la radio, pero aun así seguía escuchando la voz de Érebos que juraba ir por ella, fuera donde fuese.

Feliz cumpleaños, Sofi



La pequeña Sofía cumplía seis y, como en cualquier otro cumpleaños, le había esperado en la mesa durante el desayuno un plato de panqueques con mantequilla y mermelada de fresa, el desayuno perfecto. Su madre le había cantado junto con su padre las mañanitas y habían desayunado juntos.
A pesar de que tenía que ir a la escuela, el día prometía ser de lo más especial para una niña que cumple años.
Su padre, Ignacio, le llevó a la escuela como siempre, con la excepción de que esta vez Sofía llevaba a Cindy, su muñeca favorita, a la escuela. Además, para mejorar aun más el día, Ignacio le había prometido una gran sorpresa cuando regresara a casa.
Así, en un estado de euforia infantil, llegó Sofía a la escuela un poco antes de las ocho de la mañana.
En cuanto entró a su salón sus amigas la abrazaron y la felicitaron, una hasta le dio un regalo mal envuelto. En cuanto a los demás, pues hicieron lo propio y escribieron en el pizarrón (o eso intentaron): ¡FELIS CUMPLEAÑOS SOFI! En cuanto la maestra vio aquel anuncio corrigió la palabra FELIS y felicitó a Sofi. Definitivamente estaba siendo un estupendo cumpleaños.
Las horas pasaron y las clases se volvieron muy amenas por la espera a la gran sorpresa que le esperaba a Sofi en casa.
A la hora del recreo Sofi almorzó con sus amigas. Platicaban, reían, disfrutaban de ser niñas. Entonces Sofi sintió aquella presencia por primera vez. "Sofi..." Escuchó la niña, pero el sonido de aquella voz no parecía venir de otro lado que no fuera de su propia cabeza. "Sofi..." La voz era cada vez más intensa. "SO-FI". Entonces al fin logró verlo. Estaba en la reja de la entrada de la escuela, un hombre alto vestido con un frac negro, sombrero de copa y bastón. "Se parece a Willy Wonka" pensó Sofi, claro, pero una versión más oscura. El sombrero de copa le hacía sombra y le cubrían los ojos, pero aun así Sofi sabía que aquel hombre le miraba.
"Feliz cumpleaños Sofi" dijo, su voz sonaba burlona, hizo girar el bastón y se desvaneció.
-¿Sofi? ¿Qué tienes?- preguntó una de sus amigas, puesto que notaron que Sofi aun miraba hacia donde había estado aquel ser oscuro que le había hablado. Terminaron de comer justo cuando sonó el timbre que indicaba el fin del recreo, Sofi y sus amigas regresaron a su salón.
El resto del día transcurrió normal, excepto que Sofía no dejaba de imaginar cosas sobre el hombre del frac. ¿Cuál sería su nombre? ¿Era un fantasma? ¿O eso que papá llamaba pedredastra? Imaginó que le esperaría después de la escuela pero ¿eso sería buena idea? Sofi pensó y pensó hasta que la campana de salida sonó a las dos de la tarde. Para ese entonces el semblante de Sofía había cambiado por completo, ya no se veía feliz sino ansiosa. Tomó sus cosas y salió rápido de su salón.
Al salir de la escuela siempre esperaba a su padre cerca de la entrada, cerca de donde había visto al hombre del frac. Se sentó con Cindy a esperar.
Se hicieron las dos con diez, dos con veinte... Ignacio siempre tardaba, pero lo que en realidad la tenía ansiosa era saber del ser de frac. No aparecía y su padre llegaría pronto, y si no aparecía quizás no pudiera verlo jamás. Dieron las dos y media y nada. Entonces Sofi vio el auto de su padre.
Hizo una mueca de decepción y se llevó las manos al rostro.
¡Clap!
-Hola Sofi- dijo el hombre de frac.
Sofi apartó las manos de sí y saltó del susto, y entonces miró al ser que había estado esperando todo el día, más aun que su pastel de cumpleaños. Era mucho más alto de lo que parecía, estaba plantado frente a ella con las manos en la espalda e inclinado hacia Sofía. Entonces la niña notó algo muy peculiar: todo se había detenido, de alguna manera el hombre del frac había detenido el tiempo. Sofi miró a su alrededor y vio que todo mundo se había quedado suspendido en las acciones que llevaban a cabo. Cerca de ellos una madre llevaba a su hijo de la mano, al niño se le resbalaba un mazo de tarjetas de fútbol de la mano. Algunos otros niños jugaban a la pelota que estaba inmóvil en el aire, y a lo lejos vio a su padre que tenía la puerta del auto a medio abrir.
Luego, en un movimiento lento, se incorporó el hombre oscuro imponiendo su esbelta y alta figura. Le salía una mata de pelo de debajo del sombrero, el cual aun le hacía sombra.
Sombra.
Todo se había oscurecido, no demasiado, pero sí lo suficiente como para notarlo, como si a la cámara le hubieras puesto un filtro blanco y negro. Entonces el ser habló de nuevo.
-¿Cómo te la estás pasando pequeña?- Su voz sonaba burlona, como si estuviera a punto de contar un chiste.
-Se... Supone... Que no debo hablar con extraños. Menos si eres un prevetido, eso dice papá.
-¡Oh! Pero no soy un extraño- dijo y se llevó la mano al sombrero- Mi nombre es Érebos- se quitó el sombrero e hizo una reverencia rápida. El cabello largo le cubrió el rostro y casi de inmediato se incorporó calándose el sombrero- Mucho gusto Sofi.
-¿No eres prevetido?- preguntó la niña aun incrédula- porque los prevetidos lastiman a los niños.
-No, Sofi. No soy un pervertido.
-Entonces ¿qué eres?
-Soy un viejo amigo.
Érebos dio media vuelta y se paseó mirando a las congeladas personas.
-¿Cómo sabes mi nombre?- preguntó Sofi, que no confiaba mucho en Érebos.
-Yo sé muchas cosas pequeña, tengo el don de saber las cosas por la forma de tu sombra, por la mirada en tus ojos, por tu forma de silbar, incluso por tu forma de hablar.
-¿Mi sombra?- preguntó Sofi con tono de sorpresa, pues realmente le había parecido algo sumamente genial.
-Sí, yo soy el señor de las sombras.
-Y ¿qué más sabes hacer? ¿Tú detuviste el tiempo?
-Así es, mi pequeña amiga. Puedo hacerlo cuantas veces quiera con solo aplaudir, clap, paramos, clap, seguimos. Clap, clap- decía mientras daba saltitos al ritmo de sus propias palabras. Érebos sonrió. Su sonrisa era una mueca seca que mostraba sus oscuros dientes.
-¿Por qué estás aquí?- preguntó Sofi, que empezaba a sentirse un poco más confiada, pero aun así se mantenía a la defensiva.
-Pues, verás Sofi, he venido desde muy lejos por ti, porque hoy es tu cumpleaños.
-Sí, lo es- ahora la pequeña Sofía mostraba interés en las palabras de Érebos- pero ¿eso qué tiene de importante?
-¡Oh!- dijo el oscuro dando un salto hacia atrás y llevándose una mano a la boca- ¿No lo sabes?
-¿Qué?
-¡Los cumpleaños son magia! !Magia pura y muy poderosa!
Sofi abrió los ojos como platos. Los cumpleaños eran magia pura. La simple idea le pareció demasiado buena para ser verdad, pero, si era cierta, sería lo mejor del día. Al parecer Érebos sabía cómo utilizar esa magia, de otra manera ¿por qué estaría tan interesado en ella?
-Pues, no lo sabía- dijo Sofi un tanto apenada por no saberlo- ¿me explicas?
-Por supuesto, mi querida Sofi. Verás- dijo mientras hacía girar el bastón- la vida de los seres como yo se mueve con magia, de la más poderosa. No de esa magia- dijo señalando con el bastón la frente de Sofi- no, no, no, no... Esa no es magia Sofi- la niña estaba sorprendida, pensaba en el mago de su cumpleaños anterior, que había sacado un conejo de su sombrero- Probablemente no me entiendas si te explico lo que es exactamente, pero esto quizás sí.
Agitó su bastón y lo hizo girar una y otra vez. Ondas empezaron a brotar de la cabeza del bastón y hacían círculos alrededor del diamente de ella. Las ondas se fueron intensificando y adquirieron un color morado intenso. Sofi miraba el espectáculo con la boca abierta y los ojos como grandes platos limpios. De pronto las ondas alcanzaron tal magnitud que formaron un círculo de al menos dos metros de diámetro. En un momento dado, de aquel portal salió un león gigantesco, o al menos eso le pareció a Sofi que jamás había visto a uno en otra cosa que no fueran fotos, saltó frente a Érebos y se sentó delante de él.
-¡Mirad!- dijo Érebos.
-¡Wow!- exclamó Sofi. De pronto todo se había vuelto más claro, como si la luz se hubiera intensificado.
-Apuesto a que es mejor que el conejo de tu cumpleaños pasado, ¿eh? Hay algo que debo confesarte, necesito de esa magia. Si no la obtengo moriré, ¿entiendes?
Sofi tenía una idea muy vaga de lo que era la muerte, pero entendió a la perfección que eso sería algo muy malo para Érebos. Asintió, pero su atención estaba en el león que se relamía los bigotes.
-Pues, verás, mi querida Sofi, necesito de la magia de tu cumpleaños. ¿Me la regalarías?
-¡Claro!- respondió Sofi- pero, ¿cómo te la doy?
Érebos sonrió. Estaba tan alegre que dejó que el león se acercara a Sofi y jugara con ella. El gran león le lamió la mejilla, o más bien la cara entera, a Sofi y subió una de sus patas a las piernas de la niña.
-Pues muy sencillo, mi querida amiga, lo único que debes hacer es desear que yo viva cuando soples las velitas de tu pastel.
Sofi, que aun acariciaba la gran melena del león, meditó un momento.
-No.
La sonrisa de Érebos se desvaneció.
-¿No?- dijo e inmediatamente el león se alejó de Sofi.
-No, pediré una amiga para Cindy- respondió la niña mostrando a su muñeca. De pronto, en donde había sonrisa apareció una mueca de asco.
-¿Una muñeca? Pfff... Humanos, ¿qué podía esperar de una niña? Ustedes las personas desperdician la verdadera magia con deseos estúpidos como un auto, dinero, una persona que no los ama, una muñeca...- el león comenzó a rugir con las fauces cerradas, a la vez que Érebos se ponía fúrico- hace mucho que no escucho de alguien que pida sabiduría, conocimientos, éso sí es útil.
-Lo siento- dijo Sofi muy segura de su respuesta- pero es mi deseo y...
-Nada. No entiendes ¿cierto? Necesito tu magia y estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por obtenerla, no tienes una idea de lo que mi magia puede hacer.
Érebos había adquirido un semblante diabólico y su tono de voz se había tornado malévolo. El león empezó a rugir cada vez más fuertes con las fauces más abiertas a cada instante. Sofi tuvo miedo, pero sabía al mismo tiempo que Érebos no la mataría, puesto que necesitaba de su magia, aun así le aterraba.
-No te tengo miedo- dijo Sofi.
-No quiero que me tengas miedo pequeña- sus dientes habían cambiado, se volvían afilados y se multiplicaban, al sonreír parecía como si se tuviera a un tiburón en frente- eso es lo de menos. Lo que quiero es que veas lo que haré si no me das esa magia.
Érebos se acercó a la niña, tanto que quedaron frente a frente distanciados por unos poco centímetros. Sofi trataba de alejarse, más el miedo la había paralizado por completo. El oscuro se llevó las manos al sombrero y se lo quitó, quedando al descubierto sus ojos. Sofi solo alcanzó a ver dos cuencas oscuras y dos esferas amarillas que le envolvían.
Oscuridad. Mucha oscuridad.
Sofi sintió miedo de que Érebos le hubiera llevado a otro lugar lejos de la escuela, pero lo que vino después le aterro más que aquella idea. Primero vio a su padre discutiendo con su madre. Ignacio estaba furioso, tanto que le saltaban las venas del cuello, y le gritaba a su madre. En un momento dado Ignacio golpeaba a su esposa con los puños cerrados. Sofi gritó, pero se dio cuenta que su voz no salía. De pronto vio sangre en los puños de papá, que sonreía de una manera terrorífica.
La oscuridad reinó de nuevo. Sofi lloraba de horror.
De pronto todo se iluminó de nuevo, pero esta vez vio a sus compañeros de clase en su aula. Todos gritaban y pateaban sus bancas, hacían un gran alboroto. En el fondo del aula estaba la maestra llorando de desesperación y de terror. Entonces los niños se fueron contra ella para golpearla y rasguñarla. Sofi solo alcanzó a ver que la maestra sucumbía entre patadas y gritos de sus compañeros.
Oscuridad. Sofi lloraba de horror.
De nuevo vio a su padre. Esta vez estaba sentado en la sala de su casa bebiendo eso que lo ponía contento. Pero su cara era de extrema tristeza, lloraba y lloraba con un dolor insoportable. Sofi cerró los ojos, pues no aguantaba ver a su padre de esa forma, eran cosas que no entendía y que no quería entender jamás. La niña abrió los ojos nuevamente, pero solo se encontró a su padre con un revólver en la boca. ¡Bang!
Oscuridad.
La luz volvió. Esta vez Sofi estaba nuevamente frente a Érebos que la miraba con sus ojos amarillos. El ser oscuro se puso de pie y se caló el sombrero dejando sus ojos en las sombras.
-¿Me comprendes ahora, mocosa?- preguntó Érebos con desprecio.
Sofi solo asintió, las lágrimas habían desaparecido, habían sido parte de la ilusión.
-Soy eso que hace que las personas enloquezcan, lo que provoca que la gente hable sola. Soy lo que hace que algunos tengan la necesidad de matar. Así que no juegues conmigo niña. Me darás ese deseo a menos que quieras que pase todo lo que te he mostrado.
-Pero...
¡Clap!
-¡Mi amor!- gritó Ignacio. El padre cargó a su hija con un brazo.- ¿Cómo te fue hoy, eh?
-¡Papi!- respondió Sofi abrazando fuertemente a su padre. Sintió gran alivio al ver que su padre sonreía en grande manera.
-Venga, vayamos a casa.
Ambos salieron hacia donde estaba el auto, no sin antes sortear al pequeño que recogía sus tarjetas de fútbol, y se pusieron en marcha.
"Me darás ese deseo a menos que quieras que pase todo lo que te he mostrado."
Aquellas palabras resonaban en la cabeza de Sofi. Estaba asustada. No quería perder a mamá o a papá, no quería ver esa clase de sufrimiento. Cuando llegaron a casa su madre la recibió con una gran fiesta, algunos de sus amiguitos estaban ahí y todos ellos le aplaudieron e hicieron una una gran algarabía. En la mesa había un gran pastel con seis velitas que le esperaban encendidas. Sofi no creyó que el soplar las velas fuera a suceder tan pronto, pero su padre adelantó las cosas cargándola y poniéndola frente al pastel.
Se escucharon las mañanitas como en la mañana, pero esta vez era todo un coro que cantaba. Sofi deseó que la canción se alargara más y más, hasta que al fin llegó el momento de soplar las velas.
-¡Pide un deseo!- gritó alguien.
"Una muñeca, una muñeca" pensó Sofi. Entonces escuchó la voz de Érebos. La niña miró por la ventana y vio que el oscuro estaba de pie junto al león mirándola con esos ojos amarillos y dejando ver su dentadura de tiburón.
Sofi miró su pastel con tristeza, levantó la vista y vio a sus padres que esperaban con sendas sonrisas. De pronto las manos de Ignacio se mancharon de sangre y su sonrisa se volvió malévola, su madre, a su lado, tenía el rostro desfigurado. Sus compañeritos adquirieron miradas salvajes que daban miedo. Fuera, Érebos sonreía.
Sofi cerró los ojos y sopló las velitas, sumiendo a todos en una profunda oscuridad.