A Pedro lo enterraron en el jardín
secreto de la casa de campo de la familia Tenorio, hacía veinte años, tal vez
veintiuno. El cura del pueblo había prohibido estrictamente a su padre que lo
enterraran en el cementerio municipal, pues creía que al hacerlo perturbaría el
descanso eterno de los que ya ocupaban su lugar en el panteón, y, por otra
parte, llevarlo a la ciudad habría significado un pesar enorme, por lo que
Javier Tenorio optó por enterrar a su hijo en su propia casa y olvidarse de esa
propiedad.
Bárbara, hermana de Pedro,
regresaba veinte años, o veintiuno, a esa casa a revivir los pocos recuerdos
que le quedaban de su hermano y de su infancia antes de regresar a Guadalajara.
Bárbara Tenorio llegó a la Ciudad
de Oaxaca un martes de Septiembre con la firme intención de restaurar la casa
que su padre había adquirido a principio de los noventas. El plan original
había sido tener esa casa en las cercanías de la villa de Etla para la
recreación del matrimonio Tenorio Fernández, para ese entonces Pedro tenía
dieciocho años, mientras que la pequeña Bárbara contaba con tan solo seis. Sin
embargo, todo cambió la noche en que Pedro se quitó la vida en la sala de estar
de la casa.
Aquella casa estaba ubicada en
Santiaguito, un pequeño pueblo a la orilla de la carretera que quedaba a un par
de kilómetros antes de la Villa de Etla, la habían comprado a una pareja de
ancianos que querían migrar a la ciudad. Tenía una entrada grande y un portón
negro marcado por un número cinco plateado, tras de ella iniciaba un sendero de
adoquines y bordeado de árboles, avanzaba cincuenta metros y luego daba un giro
hacia la derecha y se elevaba hasta unos setenta centímetros sobre el suelo, al
final llegaba a una plataforma de cantera sobre la que estaba asentada la casa.
Según había contado la pareja de
ancianos, aquella casa fue un seminario en los años cincuenta, por lo que la
casa guardaba ciertas estructuras propias de un seminario, como una vieja
capilla en el fondo del terreno. Por otra parte, la casa tenía varios jardines
con pinos, paraísos y eucaliptos que daban un toque fresco al lugar. La parte
frontal de la casa estaba recubierta de de plantas de enredadera, sin duda, era
un lugar hermoso.
En cuanto a la casa, que era
pequeña en comparación al tamaño del terreno, era de un solo piso y alargada,
pues eran cuartos dispuestos linealmente, primero la cocina, luego la sala de
estar, el cuarto de Pedro y Bárbara, el cuarto de los padres y al final el
baño, que era el único que tenía un puerta que lo separaba de las demás
habitaciones. Algunas partes de la casa conservaban paredes de adobe con las
que había estado construida originalmente, la capilla, por ejemplo.
La familia Tenorio Fernández pasó
tres semanas en esa casa, primer y único verano que estaría allí.
Bárbara llegó a Oaxaca en su
camioneta Lincoln, ni siquiera tuvo que pasar por la ciudad, pues Santiaguito
queda cerca de donde desemboca la autopista que viene de Huitzo. Tras pasar la última
caseta de peaje pensó en todo lo que tenía que hacer ya que regresaba por la
casa. En realidad, su plan era restaurarla y venderla, pues los recuerdos que
tenía sobre ella eran vagos y nada satisfactorios. Tendría que llamar a algunas
personas que se encargaran de cortar el pastos y de hacer los arreglos que
fueran necesarios que, creyó ella, no serían demasiados pues la casa llevaba
tan solo tres años completamente abandonada.
En la entrada del pueblo había un
taller mecánico, justo al lado de él siempre había gente dispuesta a hacer la
clase de trabajos que Bárbara necesitaba, por lo que al llegar subió a un par
de hombres a su camioneta. Para llegar a la casa hacía falta seguir por la
calle principal y pasar tres cuadras antes de girar a la derecha, sobre la
calle de Reforma estaba la casa marcada con el número cinco.
Bárbara encontró el lugar justo
como lo imaginaba. El pasto había crecido al grado que superaba los cincuenta
centímetros, entre este habían flores silvestres de colores. Los árboles, todos
en pie, daban la bienvenida en el sendero que llevaba a la casa. En aquel lugar
reinaba una tranquilidad propia de los pueblos alejados del bullicio de la
ciudad, era agradable sentir el calor del sol y la brisa fresca que venía de
los cerros. Sin embargo, Bárbara no venía a disfrutar de la paz que le brindaba
aquel lugar.
Los dos hombres que había recogido
en la entrada del pueblo no dilataron en sacar sus herramientas y empezar a
trabajar, por su parte, Bárbara fue directamente a la casa que estaba de lado
derecho del terreno. Cruzar todo el sendero hizo que recordara que cuando era
pequeña solía temer a todos esos árboles pues, pasadas las siete de la noche,
emitían sombras espeluznantes que le ponían la piel de gallina. Ahora, ya una
mujer adulta con muchas cosas en la cabeza debido a la condición crítica de su
padre, esas sombras eran el menor de sus problemas. El pasto se había extendido
de tal forma que incluso salía por entre los adoquines, no podía creer que
hubieran abandonado la casa de esa manera, de no haberlo hecho habrían vendido
la casa en cuestión de minutos puesto que era una casa hermosa cuando no estaba
sepultada en hierba.
El sendero rodeaba un enorme
jardín que en el pasado sirvió como cancha de fútbol para Pedro. Incluso,
durante ese fatídico verano, Javier Tenorio contruyó una portería improvisada
para jugar con su primogénito. Cuando Bárbara pasaba frente a ese patio notó
que la portería seguía ahí, carcomida por las polillas y abrigada por el pasto
que crecía alrededor de ella. No guardaba muchos recuerdos de Pedro pero sabía
que le había amado, después de todo, jamás tuvo otro hermano ni mayor ni menor.
En el bolsillo llevaba un viejo
llavero del Pato Lucas, el mismo que la pareja de ancianos dio junto con las
escrituras de la casa, tomando la llave indicada (marcada con esmalte para uñas
color rojo) abrió la puerta de la sala que había permanecido cerrada por poco
más de diez años. La puerta chirrió y el aire viciado salió con su nauseabundo
olor a polvo y humedad. La casa estaba exactamente como la recordaba: la sala
de colores verdes claros con flores rosadas estaba dispuesta de la misma
manera, el sillón para tres personas pegado a la pared, el sofá de lado
izquierdo y el sillón individual de lado derecho, en el centro una mesa con una
canasta de flores sintéticas, del techo colgaban dos lámparas con cubiertas
doradas y cubiertas de telarañas. Abrió las puertas de par en par para que el
aire circulara y se dispuso a limpiar, cosa que no había hecho en meses pero
que no le molestaba en lo más mínimo.
Ella no lo recordaba, pero fue en
esa misma sala donde su hermano enloqueció y amenazó a su padre con volarle los
sesos con la escopeta que tenían guardada en el armario, la misma con la que
momentos más tarde acabaría con su propia vida. A Bárbara la llevaron al centro
del pueblo cuando todo ello pasó para evitar que presenciara la locura de su
hermano. Su propio padre le confesó cuando cumplió veinte años lo que ocurrió
esa noche, en la que juraron que jamás regresarían a Oaxaca.
Cuando Javier Tenorio se enteró de
que su hija regresaba a Santiaguito a vender la casa de verano estalló en
angustia, empeorando su estado de demencia senil. Aun así, Bárbara regresó a
aquella casa.
En un par de días de intenso
trabajo, la casa recuperó su jardín de ensueño, aunque en algunas partes el
pasto había desarrollado fuertes raíces que debían ser arrancadas y remplazadas
con pasto nuevo. En cuanto a la casa, se requirió un poco más de tiempo para
verificar los desperfectos y repararlos, como las llaves de agua que estaba
oxidadas o algunas partes del techo que necesitaban ser remendadas.
A decir verdad, todo ese trabajo
le hizo bien para distraerse de las preocupaciones que tenía como gerente de la
empresa que su padre pronto le heredaría, además de que de pronto recordaba
algunas cosas de su infancia, recuerdos de su madre horneando un panqué, de su
padre pintando cuadros en la capilla o de su hermano tocando su guitarra debajo
de los pinos. De ella tratando de trepar a los ficus de la parte cercana al
portón y de su hermano cuidando que no cayera. En realidad, estando en esa
casa, recordaba mucho más de Pedro, como si todos esos recuerdos hubieran
estado escondidos en algún lugar de su mente y solo la sensación de estar en
esa casa los hubiera desenterrado.
Debido a que no pasaron mucho
tiempo allí, no encontró fotografías ni álbumes que pudieran disparar sus
memorias, aunque con tan solo mirar el jardín restaurado todo regresaba poco a
poco.
Terminando de limpiar la casa,
debía arreglar los asuntos relacionados con los servicios, visitar el municipio
para la restauración del servicio de agua y luz, ir a la compañía telefónica
para renovar el contrato de teléfono y pagar las deudas que tenía, etcétera.
Cuando terminó de arreglarlo todo,
Bárbara decidió pasar un par de días en la casa antes de encargarle a un agente
de bienes raíces la venta del inmueble. Fue a la ciudad, compró algunos víveres
y se refundió en la casa y en su paz campirana.
Más tarde, mientras leía en la
sala de la casa, quiso dar una vuelta por el jardín y ver de cerca la capilla
en la que su padre solía pintar en los días en los que estaba en sus cinco
sentidos. El cielo se veía violáceo y la brisa era agradable.
La capilla conservaba la forma
original de cualquier capilla en el mundo, era un cuarto de ocho metros de
largo por tres de ancho, con unas doce bancas de madera que empezaba pudrirse,
seis de cada lado, al fondo había un púlpito y detrás de él estaban los
bastidores en blanco que Javier Tenorio usaba en sus días de pintor aficionado.
Bárbara se quedó parada en la entrada mirando el interior de la capilla por un
rato. Recordó a su padre con su pantone y su pincel haciendo figuras y paisajes
en los lienzos, muchos de ellos no eran buenos, sin embargo, aquel hobby lo
mantenía contento.
De pronto un par de lágrimas brotó
de sus ojos.
En ese momento su padre estaba
enclaustrado en su habitación, tapado con una vieja cobija y hablando solo,
hablando con sus fotografías o con personas que no estaban. A veces hablaba con
Pedro, lo maldecía y luego gritaba, lloraba o se tapaba la cara con la cobija
gritándole que se fuera, que lo dejara en paz. Eso había empezado en Enero y
progresaba rápidamente, primero escuchaba voces, luego se convirtieron en
alucinaciones. Enloqueció. A Bárbara le pesó mucho dejar a su padre tan solo a
cargo de su madre y de la enfermera que lo cuidaba, pero debía hacer lo de la
casa, quizás con ello haría que su padre encontrara descanso.
El cielo aún estaba violeta, pero
ya empezaba a oscurecer. Bárbara dio media vuelta y se dispuso a regresar a la
casa, sin embargo, al dar la media vuelta notó algo que llamó su atención. Detrás
de la capilla había un pequeño jardín de pasto con una sola planta, un rosal
grande lleno de rosas rojas, delante de él había una pequeña cruz que rezaba
"Pedro".
El corazón le dio un vuelco. En un
principio tuvo ganas de correr hasta la cruz y arrodillarse ante la tumba de su
único hermano, pero algo le detuvo. Debajo del rosal la luz parecía
difraccionarse como cuando pasa a través de un prisma de cristal. Bárbara se
talló los ojos para aclarar la vista, pero nada cambió, los colores seguían
allí. De pronto el aire sopló, un aire frío, y los colores se movieron como si
fuesen olas, tras lo que empezaron a moverse de una forma constante. Esas luces
de colores atraparon la atención de Bárbara, parecía hipnotizada por ese
espectáculo e incluso tuvo miedo de que si apartaba la mirada cesaran las
luces.
-Pedro- dijo Bárbara en voz alta,
su voz le sonó distante, parecía que se hundía en el silencio que empezaba a
volverse ensordecedor.
La luz del cielo empezó a ceder y
la oscuridad de la noche llegó a Santiaguito, pero en el patio detrás de la
capilla las luces de colores iluminaban el suelo. Las rosas rojas del rosal
brillaban, eran hermosas, y Bárbara quiso tocarlas. Avanzó hacia el rosal,
hasta que una voz le susurró al oído "no te acerques", entonces pareció
regresar en sí. Cuando se dio cuenta de que todo era una locura las luces se
detuvieron y empezaron a desvanecerse lentamente. Bárbara quedó en medio de la
oscuridad y tuvo miedo. En algún momento la capilla le pareció tenebrosa y el
rosal adquirió un aspecto de árbol podrido. Dio media vuelta y emprendió su
camino de vuelta a casa.
-¿Te vas tan rápido?- dijo una voz
que parecía provenir del rosal.
Bárbara volteó nuevamente hacia el
rosal, pero no había nadie. Recargado sobre la pared de la capilla había un
hombre de frac con un sombrero de copa y un bastón en mano. Apenas alcanzaba a
distinguirlo por la oscuridad. Cuando ese personaje avanzó al frente, la luz de
la luna lo alumbró otro poco, una mata de pelo salía por debajo del sombrero.
-Me costó mucho trabajo traerte de
vuelta- dijo ese ser, se detuvo y prosiguió- no querrás perderte de lo que
tengo para ti, ¿o sí?
-¿Quién eres?- preguntó Bárbara
con inseguridad.
-¡Oh!- exclamó el ser oscuro-
Disculpe mi pésima educación. Mi nombre es Érebos- dijo e hizo una reverencia.
-¿Qué eres?
-No perdamos el tiempo en eso,
además, no me comprenderías si te lo explicara. Tan solo digamos que soy como
un viejo amigo de la familia.
Bárbara sentía miedo de Érebos,
sin embargo, tenía curiosidad de saber qué quería o por qué estaba ahí.
-¿Qué es lo que quieres?
-¡Ah! ¡Directo al grano! Eso me
gusta- Érebos blandió su bastó y lo apuntó a Bárbara- Te quiero a ti.
-¿Qué quieres de mí?- preguntó
mientras daba un paso hacia atrás.
-Eres algo así como una obsesión-
explicó Érebos- a tu hermano lo tuve fácil, no necesité mucho para convencerlo
de entregarse a mí. Tan solo te mencioné y se rindió. A tu padre, bueno, él
solito vino. Cuando él muera tendré a tu madre, fácil, tanto como lo fue
Javier. El verdadero reto eres tú. Cuando Pedro se humilló ante mí eras muy
pequeña, además tus padres hicieron buen trabajo al aislarte de todo lo que
pasó. Ahora te deseo, y no descansaré hasta tenerte.
-¿De qué hablas?- preguntó
Bárbara, que empezaba a asustarse aún más.
-Soy la locura, querida, soy lo
que hace que tu papá hable solo, soy lo que lo atormenta día y noche. Soy el
que obligó a tu hermano a jalar el gatillo, y lo que quiero es que me temas.
-No- dijo Bárbara, que empezaba a
perder el aliento, pero encontró la fuerza suficiente para empezar a
retroceder.
-No intentes escapar, yo estoy en
todos lados y te encontraré.
-¡Aléjate!- gritó Bárbara cuando
notó que Érebos se acercaba a ella- ¡No te tengo miedo!
-Es porque no has visto qué puedo
hacer- dijo Érebos, luego se quitó el sombrero.
Todo se oscureció. Bárbara solo
alcanzaba a ver dos esferas amarillas que le miraban, que le devoraban.
-¡Pedro!- gritó Javier Tenorio,
alrededor de ella estaba la sala de la casa, tal y como recordaba.
Pedro llegó a la sala desde la
habitación que usaban él y la pequeña Bárbara. Se veía angustiado de muerte,
los ojos se le veían rojos por las lágrimas que derramaba. Gritaba, lo hacía
enloquecido, el cabello algo largo lo llevaba alborotado y caminaba como si
algo le pesara. Después, Javier entró a escena tratando de tranquilizar a su
hijo con palabras, pero no lo lograba, detrás de él venía Érebos. Mientras,
Bárbara observaba silenciosa desde el rincón. Afuera, su madre y la pequeña
Bárbara subían al auto para irse al centro del pueblo.
-¡Pedro! ¡Basta!- ordenó Javier- ¿qué
diablos te sucede?
-¡Aléjate!- gritó Pedro, que
trataba de esconderse detrás de los sillones.- ¡Lárgate de aquí!
-Hijo, por favor, tienes que
decirme qué tienes.
-Anda, dile- dijo Érebos, que se
mantenía detrás de Javier.
-¡Cierra la boca!- gritó Pedro-
¿por qué no te largas de una vez?
-No lo haré- dijo su padre- hijo,
quiero ayudarte, pero primero tienes que decirme qué es lo que tienes.
-Lo que tienes no le importa-
replicó Érebos- solo quiere dejar de lidiar contigo, a nadie le importas.
-¡Ya cállate!- gritó Pedro a
Érebos- ¡Cierra la maldita boca!
-Pedro, por favor, mírame al
menos.
Pedro levantó la vista y miró a su
padre, pero de detrás de él Érebos asomó su rostro. Se había quitado el
sombrero. Debajo de él estaba un cráneo deforme del que salían matas
irregulares de cabello grisáceo, las cuencas de los ojos mostraban oscuridad y
dos puntos amarillos que penetraban hasta lo más recóndito del ser. Más abajo,
dos hileras de colmillos, como los de un tiburón, formaban una sonrisa
diabólica.
-¡No!- gritó Pedro, luego se llevó
las manos a la cara y comenzó a llorar.
Ver a su hermano así rompió el
corazón de Bárbara, su padre había omitido esa parte de la historia y le
desgarraba el alma. Su hermano estaba postrado en el suelo mientras Javier
trataba de acercarse a él y Érebos lo miraba riéndose malévolamente.
-¡Deja de llorar!- gritó Érebos y
luego soltó una macabra risa- ¡Eres una niña! ¡Lloras por cualquier cosa!
-¡Ya cállate!- dijo Pedro
sollozando.
-Pedro, hijo- Javier trató de
continuar, pero las lágrimas de angustia empezaron a brotar de sus ojos.
-¡Eres patético!- gritó Érebos-
Quizás Barbarita tenga más fuerza que tú. Pero solo lo sabré cuando la tenga.
-¡No!- gritó Pedro- ¡no te
atrevas, hijo de puta!
-Hijo, ¿de qué hablas?- preguntó
Javier entre lágrimas.
-Voy a acabar con esto ahora
mismo.- Espetó Pedro y regresó a su habitación.
Érebos no le siguió, en vez de eso
miró hacia el rincón, a Bárbara, y sonrió.
Desde el cuarto sonó un muy audible
"click", lo que le heló la piel a Javier. Pedro regresó cargando la
escopeta de bisagra que guardaban en el armario, se la colocó al hombro y
apuntó a Érebos.
-Pedro- dijo Javier tan espantado
que tartamudeaba- hijo, ¿qué haces?
-Aléjate de nosotros- dijo Pedro
dirigiéndose a Érebos.
-No puedes matarme, no con esos
estúpidos cartuchos.
-¿De qué hablas, hijo?
-No tienes las agallas para
hacerlo- dijo Érebos, riéndose burlonamente.
Pedro apuntó justo a la cabeza de
Érebos y jaló los percutores de la escopeta, sin embargo, Érebos se escondía
detrás de Javier, quien dio un paso atrás tratando de alejarse de los cañones.
-Hijo, ¿qué haces? Baja esa cosa.
-Voy a terminar con todo- susurró
Pedro.
-¡Eso es!- celebró Érebos- mata a
tu padre, eso me haría muy feliz.
-No- dijo Pedro y dirigió el cañón
hacia su mentón.
-¡No, Pedro!- gritó su padre.
-¡No!- gritó Bárbara y corrió
hacia su hermano.
Sin embargo, no fue lo
suficientemente veloz. Pedro jaló el gatillo y en una explosión la mitad
derecha de su cara se convirtió en una mancha sanguinolenta. La sangre salpicó
la cara de Bárbara, estaba caliente, demasiado, casi quemaba. Su hermano cayó
frente a ella y la oscuridad la envolvió nuevamente.
Érebos regresó todo a la
normalidad, estaba parado frente a Bárbara y, tras dedicarle una sonrisa con su
dentadura de tiburón, se caló nuevamente el sombrero y regresó a su cara
anterior. Bárbara estaba petrificada de terror, había faltado otro poco para
perder el control de sus esfínteres, su cara se había puesto pálida, casi del
color de la luna.
-No piido mucho- dijo Érebos-
entrégame tu vida. Prometo que no terminarás como tu hermano, tan solo quiero
saber que puedo visitarte de vez en cuando y saciar mi hambre contigo.
Érebos deseaba su miedo, su
angustia, era como su alimento, pero para obtenerlo debía negociarlo. Ver a su
hermano morir dolió en lo más profundo de su ser, no podía permitirse caer en
manos de él, por su hermano no lo haría.
-No.
-Ya viste lo que puedo hacer, no
te resistas.
-Si no te lo permito no puedes
hacer nada- dijo Bárbara, pero en realidad no era ella quien hablaba, era
alguien más hablando a través de ella.
Érebos dejó de sonreír. Aquellas
palabras pesaron en su macrocósmica mente, en realidad le sonaban muy conocidas
y, por un instante, perdió la seguridad que tenía al principio.
-No sabes en lo que te metes-
espetó Érebos- pero tal vez si no puedo convencerte yo alguien más sí pueda.
De debajo de la chaqueta Érebos
sacó una correa, la cual daba hasta detrás de la capilla, y tiró de ella como
si de un asno se tratase. Lo que salió de allí impresionó tanto a Bárbara que
le robó el aliento. Era un muchacho semidesnudo que caminaba a cuatro patas,
tenía un collar y la correa de la que Érebos tiraba, tenía media cara
desfigurada, era Pedro. Al llegar hasta donde su amo estaba se arrodilló junto
a él. A pesar de lo dañado que estaba su rostro, se notaba una profunda
tristeza en él y unas ganas enormes de echarse a llorar.
-No es real- se dijo Bárbara a sí
misma, aunque no estaba demasiada convencida.
-Este me ha durado un buen rato-
dijo Érebos- a veces lo hago llorar hasta que me quedo dormido.
-No es real- se repetía Bárbara,
como un mantra que le liberara de aquella ilusión.
-Es tan divertido cuando llora- en
ese momento, Érebos puso su mano en la cabeza de Pedro y le acarició el
cabello.
Pedro gritó de dolor, luego empezó
a llorar. Su llanto era desesperado, penetrante al oído, gritaba como si
alguien estuviera desollándolo vivo. Se llevaba las manos al rostro, se tiraba
del pelo y no dejaba de gritar, mientras que Érebos le acariciaba el cabello y
sonreía. Los gritos eran desgarradores.
"Huye" dijo la voz, que
se escuchaba distante, como un susurro que traía el viento frío. Bárbara empezó
a dar pasos hacia atrás, al principio cortos, luego un poco más largos.
-No puedes huir, Barbarita- dijo
Érebos, que mostraba nuevamente su sonrisa de dentadura de tiburón.- Te encontraré,
lo sabes.
Bárbara se obligó a sí misma a
correr. Corrió hasta la mitad del patio, vio que las luces de la casa estaban
encendidas y tuvo la tentación de ir a la casa, puesto que ahí estaban las
llaves de la camioneta, pero no podía regresar. Érebos la esperaba dentro de la
casa. Corrió por el sendero hasta que llegó al último tramo, donde estaban las
hileras de árboles que proyectaban las sombras tenebrosas. Se detuvo en seco al
ver que las sombras no eran las de las ramas formando figuras irregulares, eran
manos que movían los dedos esperando a que pasara para atraparla. Una vez más
se llenó de temor.
"No es real", dijo la voz.
-No es real- repitió Bárbara- y si
no es real...
"No pueden hacerte
daño", completó la voz.
Las manos comenzaron a hacerse más
pequeñas hasta que se redujeron a las habituales formas irregulares. Bárbara
corrió a través del último tramo del sendero hasta llegar al portón, el cual
abrió sin preocuparse de volverlo a cerrar. Ahí estaba la camioneta Lincoln,
debajo de la defensa tenía la cajita metálica en la que guardaba el repuesto de
la llave, la sacó y subió a la camioneta. En menos de lo que esperaba,
emprendió su retorno a casa.
Tras salir de la calle principal a
la carretera se sintió más tranquila. Encendió la radio y presionó la búsqueda
automática de estación. El sintonizador dio una vuelta entera, luego otra,
otra, hasta que se detuvo en el 99.9.
«Y como cada noche- dijo el
locutor, de pronto escuchar la voz de alguien real, alguien que seguramente no
tenía dientes de tiburón, fue muy reconfortante- tenemos para ustedes la mejor
selección de rock clásico, rock de los sesentas y setentas. Por el momento les
dejamos con...
« ¡No! ¡Aléjate de mí!- gritó
Pedro a través de las bocinas de la camioneta- ¡Basta! ¡No!»
«Vayas donde vayas- esta vez era
la voz de Érebos- te escondas donde te escondas, te encontraré- luego rió y
Bárbara no pudo evitar imaginar las hileras de dientes de tiburón sonriendo-
Vayas donde vayas, te encontraré. ¡Ja ja ja! ¡Te encontraré!»
Bárbara empezó a llorar y apagó la
radio, pero aun así seguía escuchando la voz de Érebos que juraba ir por ella,
fuera donde fuese.