Driving down the darkness

domingo, 31 de marzo de 2013

El cantar del colibrí



-¡Ya saben que estamos aquí!- gritó Armando- es la tercera vez que pasan por este salón.
                Tenía razón, estaban rondando, como si quisieran enloquecernos antes de decidirse a entrar. Quise decir algo que tranquilizara a los demás, pero hubiera sido inútil, pues yo me sentía igual de asustado.
                Esta mañana pensé en no venir a la facultad, tenía mucho sueño y habría sido fácil quedarse en cama y seguir durmiendo, sin embargo, la moral me ganó y terminé viniendo. A las doce del día, mientras esperaba clases cerca del anfiteatro, varios alumnos de la escuela bloquearon las entradas a la escuela, tanto la frontal como las dos laterales y la del estacionamiento, y cerraron las puertas con las mismas cadenas con las que solían cerrarlas los intendentes, además, impidieron que cualquier persona abandonara las instalaciones.
                Lo primero que se me vino a la mente fue que había estallado, al fin, la huelga que se venía anunciando desde hacía un mes. Descarté esa idea porque no vi ninguna manta ni pancarta con las exigencias del sindicato de trabajadores de la universidad. Tan solo eran alumnos plantados en las entradas. Pronto, el resto del alumnado se acercó a la entrada de la facultad para averiguar qué era lo que sucedía y, en un instante, más de la mitad de los estudiantes de la escuela estaban congregados ahí, tratando de averiguar por qué se cerraba la escuela.
                Carlos, mi mejor amigo, y yo nos acercamos a la muchedumbre, aunque nos quedamos cerca del primer edificio de salones que está justo en frente de la entrada. Cuando el murmullo de la multitud se hizo demasiado evidente, el director de la escuela salió de la dirección, a un costado de donde estaba yo, y se dirigió a donde estaban los alumnos que bloqueaban la salida abriéndose paso por entre el resto de los presentes.
                Entonces escuchamos un sonido grave que me recordó al de un cuerno, se prolongó cinco segundos y se detuvo. Inmediatamente, los alumnos en la entrada sacaron de sus mochilas máscaras que se pusieron en el acto, eran máscaras de jaguar. El director seguía abriéndose paso con dificultad cuando el segundo sonido llegó, entonces los enmascarados sacaron machetes que llevaban envueltos en bolsas de plástico negro.
                Fue entonces cuando me di cuenta de que no solo eran los que estaban en la entrada, de la biblioteca, a lado derecho de la entrada, vi salir a muchos enmascarados más, también de los laboratorios que estaban a lado de la biblioteca, de los baños e incluso de la misma dirección, todos empuñando machetes. El director vociferó una sentencia contra aquellos que bloqueaban la salida y les ordenó que soltaran sus armas, pero ni siquiera pudo terminar la frase. Un tercer sonido nos alcanzó y los jaguares respondieron con un aullido. Entonces comenzó la pesadilla.
                Descargaron sus machetes contra el más cercano, mutilando miembros y provocando gritos horribles. Los que tuvimos oportunidad corrimos en busca de una salida o un lugar donde escondernos, mientras, los jaguares nos persiguieron sin piedad. Corrí junto con Carlos hacia los edificios posteriores de la facultad, pasamos por uno de los auditorios en donde algunos jaguares sometían a alumnos y masacraban a otros. De pronto me pareció ver a uno de los catedráticos que me daban clase arrastrarse en el piso, herido, tratando de huir de uno de ellos. Seguimos hasta donde estaba la cafetería, es decir, el último tramo de la facultad donde está el estacionamiento. Pensé en salir por ahí, sin embargo, algunos jaguares custodiaban el acceso a la escuela. Dentro de la cafetería, otros tantos eran mutilados por enmascarados.
                Terminamos entrando a uno de los salones cercanos a la cafetería, detrás de nosotros venían otros compañeros quienes entraron con nosotros. Cerramos la puerta, corrimos las cortinas y puse el seguro. Un instante más tarde, alguien golpeó la puerta y gritó que lo dejásemos entrar. Sin embargo, unos segundos después gritó desgarradoramente, luego un golpe seco y unos hilillos de sangre se colaron debajo de la puerta. El jaguar se alejó, jalando el cuerpo que había en la entrada. 
                No supe qué hacer, pero lo mejor fue taparme la boca con ambas manos para no gritar. Carlos, pálido como nunca lo había visto, se sentó en el suelo y pegado a la pared. Los compañeros que entraron después de nosotros eran Armando (un muchacho que en realidad no nos caía bien), Raquel (una compañera de segundo año) y otras dos chicas de primer año a quienes no conocía.
                Al igual que Carlos, me senté en el suelo aún con las manos en la boca. ¿Qué se supone que debíamos hacer? Me pareció que lo mejor era calmarse para pensar en una forma de salir de ahí con vida.
                Afuera, los gritos seguían tan intensos como al principio, cerca de nosotros, es decir, afuera del salón, se escuchaba cómo los machetes cortaban el aire y se encajaban en la carne de alguien, incluso el olor a sangre era demasiado intenso como para ignorarlo. Las chicas de primero lloraban abrazadas, incluso Armando había derramado algunas lágrimas.
                Un cuarto llamado sonó y los gritos cesaron gradualmente. Carlos despertó de su ensimismamiento y fue hasta la ventana, lo seguí y corrimos un poco la cortina para ver qué pasaba afuera: habían jaguares por todos lados, con sus uniformes blancos teñidos de rojo por la sangre de los caídos, algunos amontonaban cuerpos cerca de los basureros y algunos más llevaban prisioneros. De pronto, un chirrido nos espantó y ambos dimos un brinco y estuvimos a punto de gritar, solo eran los altavoces que habían sido encendidos.
                Al principio se escuchó un forcejeo y susurros que no eran entendibles del todo, algunos sonidos secos que me hacían pensar que golpeaban a alguien. Un rato más tarde, la inconfundible voz del director llegó a nosotros.
                -¡Compañeros!- exclamó- una banda de delincuentes ha tomado la escuela, alguien llame a la policía y…
                Lo interrumpieron. Se escuchó que nuevamente forcejeaban, incluso quejidos del director, luego un ruido seco seguido por silencio. Alguien más tomó su lugar en el micrófono y habló.
                -Creo que su director no tiene más que decir- emitió, quien quiera que fuese, un suspiro y continuó- Durante mucho tiempo he tenido que callar y soportar la atrocidad llamada “México contemporáneo”. He visto a un pueblo mexicano que transgrede sus propios orígenes y adoptas costumbres cosmopolitas. He soportado a gente que utiliza la palabra “indígena” para insultar a otra persona, he visto doctores y burócratas que menosprecian a quienes tienen raíces autóctonas. He lamentado que México ha cedido su destino a unos cuantos que solo velan por sus propios y enfermizos intereses.
                “¡Xolopitlin[1]!- exclamó enfurecido- nuestros antepasados tenían una misión: mantener satisfechos a los dioses para que mantuvieran vivo a nuestro sol. Para ello capturaban extranjeros y les ofrecían sus corazones a Huitzilopochtli como una ofrenda. Pero ahora ustedes han caído enamorados de esos extranjeros y son prisioneros idiotizados de lo que ellos nos venden. Pero ya ha sido suficiente, he reunido a suficientes valientes con los que demostraremos a los dioses que sus elegidos no nos hemos olvidado de nuestra misión.- un nuevo chirrido, los altavoces estaban apagados.
                Carlos y yo nos miramos estupefactos. ¿Dioses? ¿Huitzilopochtli? Era una locura. Armando sacó su teléfono y se apartó para poder hablar. Las chicas tenían los ojos desencajados, mientras que Raquel empezó a renegar.
                -¿Dioses? Eso es una mamada. ¡Vivimos en el siglo veintiuno! ¡Por favor! Solo son un montón de locos que…
                -Raquel, cállate- ordenó Carlos, que señaló a Armando que acababa de colgar.
                -¿Qué? ¿A dónde hablaste?- pregunté exasperado.
                -A la policía, dijeron que…
                Todos callamos. Afuera, uno de los jaguares pasaba lentamente junto a la ventana, se detuvo un instante y luego se alejó. Tardamos un rato en volver a hablar.
                -Dijeron que no tienen tiempo para bromas, que tienen cosas más importantes que atender.
                -¡Ah, vaya! Solo eso me faltaba, la pinche policía de mierda- espetó Raquel.
                -No ayudas a nadie con esa actitud- dijo Carlos y miró a Raquel con severidad, ella se sintió apenada y mejor calló.- Hay que pensar cómo salir de aquí.
                -Tienen todas las salidas bloqueadas- respondí- pero están los edificios de hasta atrás, allá nunca hay gente. Si podemos llegar ahí podríamos trepar la reja y saltar hacia la prepa de a lado.
                -¡Es verdad!- dijo una de las chicas de primero (Andrea, creo que ese era su nombre)- nosotras estábamos allá con la mitad de nuestro grupo y…
                No dijo nada más, no era necesario puesto que todos sabíamos qué había pasado con el resto de su grupo. De pronto, otro jaguar pasó cerca del salón, esta vez llevaba más calma que antes.
                -¡Ya saben que estamos aquí!- dijo Armando cuando el jaguar se había alejado- es la tercera vez que pasan afuera de este salón.
                Yo también pensaba eso. Carlos empezó a buscar entre las bancas algo que pudiera usar como arma mientras ordenaba lo que haríamos, cómo correríamos y cómo treparíamos. Encontró un pedazo de varilla de una de las bancas y la empuñó. Me acerqué a la puerta para cerciorarme de que no hubiera nadie estorbando la salida, corrí un poco la cortina y lo vi: un jaguar asomaba la cabeza y esperaba a que saliéramos. Nos acechaba.
                Cerré la cortina y me eché para atrás, mientras que el jaguar descargó su machete contra el cristal, cuando tuvo suficiente espacio metió la mano y quitó el seguro. Entró y nos miró a todos, primero fue contra Raquel y le rebanó el cuello de un solo golpe. La sangre salió de su cuello a borbotones y luego cayó pesadamente sobre el charco de su propia sangre. Las chicas gritaron de terror. El jaguar me vio y fue contra mí, di pasos hacia atrás y tropecé cayendo de espaldas. El jaguar alzó su machete, pero antes de que pudiera hacerme daño, Carlos lo golpeó de lleno en la nuca. Una vez en el suelo, vi como mi mejor amigo se le fue encima al enmascarado y lo golpeó una y otra vez con la varilla, hasta que la máscara se rompió y brotó de ella sangre de jaguar.
                Carlos tomó el machete y todos corrimos detrás de él hacia la barda posterior de la facultad. Sin embargo, no contábamos con que nos estarían esperando. De los pasillos salieron jaguares que interceptaron a las chicas, que se habían quedado atrás. Me volví y solo pude ver cómo encajaban sus machetes en las cabezas de las chicas. Delante de nosotros, en los baños, había varios jaguares esperando. Carlos quiso luchar con el machete robado, pero ellos le desarmaron sin mucho esfuerzo.
                Estábamos a merced de los enmascarados, creí que de nada serviría luchar y que de todos modos íbamos a morir, por lo que me hinqué y cubrí mi rostro con las manos. Delante de mí escuché cómo golpeaban a Carlos y a Armando, esperé la muerte con los ojos cerrados. Sin embargo, ésta no llegó. Uno de ellos me puso de pie, abrí los ojos, nos llevaban prisioneros.
                Nos dirigimos hacia la entrada de la escuela. Durante el trayecto vimos todos los horrores que habían causado los jaguares: miembros cercenados, la sangre que se acumulaba entre los adoquines y los cuerpos que se iban acumulando en determinados lugares. Vi amigos, maestros, compañeros.
                Llegamos al edificio donde habíamos estado antes de que comenzara la masacre, pero esta vez subimos a la segunda planta y nos metieron en uno de los salones. A lo lejos, en el frontispicio de la facultad, había jaguares limpiando y barriendo la entrada del edificio que estaba al final de la escalinata. Entramos y nos sentamos. Había al menos unos veinte alumnos más, todos hombres y todos asustados. A la mayoría solo los conocía de vista y el resto eran desconocidos para mí. A cada lado del aula había jaguares con los machetes empuñados y listos para atacar. Todos mostraban marcas de haber sido golpeados de alguna forma, incluido Carlos, quien tenía un hilillo de sangre corriendo por su ojo izquierdo.
                Unos momentos más tarde, un jaguar llegó al salón y habló con otro de ellos en lo bajo, luego se retiró. Un nauseabundo olor apareció en el aire, primero muy vago, luego se fue intensificando. Olía como a animal muerto, incluso me recordó a aquella vez que disequé un corazón en el anfiteatro y que olvidé conservar en formol, el olor aquel era similar a éste. Olía a muerto. Sentí ganas de vomitar y comencé con arcadas, sin embargo me contuve.
                Entonces apareció en la puerta un hombre grande, de un metro noventa de estatura, llevaba una gran melena de cabello que rebasaba su cintura y una gran barba. Su cuerpo estaba pintado de negro y llevaba puesta una túnica en blanco y negro. De su cuello, y era el detalle que me hizo vomitar fue un collar que colgaba de su cuello: estaba hecho con manos cercenadas y extendidas.
                -Si llamaron a policía- inició aquel hombre- temo que será completamente inútil. Esta mañana hicimos diez llamadas iguales desde diez escuelas diferentes reportando lo mismo que seguramente le dijeron a la policía. Después de la quinta llamada dejaron de asistir. Hoy tienen una oportunidad de reivindicación- dijo, era el mismo que había hablado en los altavoces- ya han cometido suficientes faltas, pero los dioses solo piden su sangre a cambio. Una vez que los llevemos a la piedra del sacrificio ya no habrá más que hacer, pero, sonrían, esto no es un castigo, al contrario, es un honor. Siéntanse orgullosos de que sus corazones palpitantes serán una ofrenda agradable para Hutizilopochtli.
                Dicho todo aquello se marchó.
                Miré a mi alrededor y vi que todos temblaban, algunos hasta lloraban. En un momento dado, un grupo de jaguares entraron con dos bandejas y caminaron entre los lugares repartiendo el contenido de sus charolas. Eran hojas secas de marihuana, a cada uno se nos fue dada una y nos ordenaron ponerla en la parte más alejada de nuestra lengua.
                Las cortinas estaban corridas, vimos cuando traían al director desde otro de los salones. A lo lejos, en el frontispicio, el sacerdote (eso tenía que ser) prepara su piedra improvisada de sacrificio. El director caminaba lento, aletargado, y no ponía la más mínima resistencia. Tenía una herida en la ceja derecha y un hilillo de sangre provenía de la comisura de su boca. Lo condujeron a la escalinata.
                Cuando el director llegó allá, muchos empezaron a llorar, sin embargo, mirábamos. Cuatro jaguares acompañaban al sacerdote, quien les ordenó que lo tomaran de las extremidades. El sacerdote descubrió el pecho del director y alzó el cuchillo de obsidiana que emitía un resplandor tenue. El cuchillo descendió y penetró la piel, pero no hubo gritos. Después de un rato, el sacerdote alzó el corazón del director y lo ofreció. Acto seguido, comenzó a desollar el cuerpo, al terminar, se colocó la piel del primer sacrificado como si fuese una manta.
Después de todo, una patrulla llegó a las puertas de la facultad, supuse que para cerciorarse de que las llamadas habían sido meras bromas. Un par de jaguares los recibieron y los hicieron pasar hasta la escalinata, al ver el cuerpo del director quisieron desenfundar sus armas y llamar refuerzos, pero fue demasiado tarde. Los jaguares los trajeron al salón donde todos estábamos recluidos.
                Miraba aquel espectáculo y tenía una sensación lejana de asco, pero se desvanecía. Fueron pasando uno por uno, incluyendo a los oficiales, y los cuerpos se fueron acumulando debajo de la escalinata. Sería una mentira si dijera que no sentí tristeza cuando llamaron a Carlos y lo llevaron a la piedra del sacrificio, pero al irse tenía una gran sonrisa de tranquilidad. Al final todos comprendimos que el sexto sol debe ser cuidado por nosotros, sus elegidos.
                Quizás aún no sea tarde para salvarnos, quizás nuestro sacrificio encamine a nuestro pueblo a su sagrado destino y agrade a los dioses. Mientras esperaré con una gran sonrisa en mi boca.


[1] Xolopitlin en náhuatl equivale a Estúpidos.

domingo, 23 de diciembre de 2012

El Ahuehuete

-Doctor Juárez, buenas noches- contestó el doctor Jaime Juárez con mucho pesar, eran las dos de la mañana y no tenía muchos ánimos de hacerlo.
-¡Doctor!- gritó Gonzalo del otro lado de la línea- ¡Tiene que ayudarme! ¡Ha regresado por mí!
-Gonzalo, no podemos seguir así, ya te he dicho que si quieres que te ayude tienes que hacer una cita con mi secretaria, ¿entiendes?
-Por favor, doctor- Gonzalo se escuchaba al borde de las lágrimas, su voz era temblorosa y angustiada- es en serio, está aquí ¡me ha encontrado!
-Gonzalo, cálmate. Mira, llega a las ocho de la mañana a mi consultorio y te atenderé gustoso.
-¡No! ¡Le juro que si me cuelga me meto un tiro!-  un sonoro click llegó a los oídos de Jaime, el de un revólver.
-Gonzalo, por favor- dijo Jaime, que despertó por completo ante semejante amenaza- no hagas una locura, hijo.
-Solo quiero que me ayude- Gonzalo rompió a llorar. Era un llanto de profunda tristeza.
-Entonces habla conmigo.
-Sí, doctor.
-Bien, ahora dime qué es lo que pasa.
-Regresó, doctor- dijo Gonzalo ya más tranquilo.
-¿Quién regresó?
-Está afuera, doctor. Me está esperando.
-Gonzalo, necesito que me escuches, ¿ok? Ahora estás en casa, tu lugar seguro. Nadie puede hacerte daño, escucha mi voz ¿entiendes?
-Sí, doctor- cada vez trataba de contener el llanto con mayor éxito.
-Ahora, dime quién te encontró.
-El ahuehuete, doctor.
Un ahuehuete. La idea sonaba tan ridícula que Jaime creyó que esta vez sería más que necesario internar a Gonzalo en Reyes Mantecón. Hacia una semana había mostrado un gran avance en cuanto a sus terrores nocturnos, sin embargo, esa noche tenía un retroceso catastrófico. Jaime lo atribuyó a que Gonzalo había dejado de tomar sus medicamentos demasiado pronto.
-¿Un árbol?- preguntó Jaime, tratando de ocultar su incredulidad- ¿dices que un árbol te encontró?
-No es un árbol- respondió Gonzalo, que empezaba a alterarse de nuevo- Finge ser uno, pero no lo es.
-Entonces, ¿qué es?
-No sé- rompió a llorar nuevamente- no lo sé doctor.
-Ok, tranquilízate ¿quieres? Dime qué es.
No obtuvo más respuesta que los sollozos de Gonzalo, que tras un momento se convirtieron en llanto puro.
                -Gonzalo- dijo Jaime con voz paciente- ¿qué es?
-¡No lo sé!- gritó Gonzalo con desesperación.
-¿Por qué dices que volvió?
-Porque se llevó a Julián y hoy he visto sus garras tratando de entrar a mi habitación.
-¿Qué es lo que quiere?
-A mí- dijo Gonzalo, tras lo cual intensificó su llanto.
-Tranquilo, ¿Por qué dices eso?
-Porque soy el único que le falta.
-¿Qué quieres decir?- preguntó Jaime, que se pegaba el móvil a la oreja para no perder ningún detalle de lo que su paciente decía- ¿a qué te refieres con que eres el único que le falta?
-¡Mató a mis amigos, doctor! ¡A Lalo y a Julián!- exclamó Gonzalo.
-¿Por qué lo hizo?
-Porque quisimos matarlo.
-¿Cómo?
-No me acuerdo- dijo Gonzalo.
Lloraba como un niño, con angustia que acongojaba. A Jaime le resultaba difícil no imaginar a su paciente con las manos en el rostro y postrado en su cama hablando con quien consideraba su única ayuda posible.
-Trata de hacerlo, Gonzalo. Si recuerdas podré encontrar una forma de ayudarte.
-Cuando éramos niños- comenzó el relato de pronto, como si no hubiera escuchado a Jaime- vivíamos en Santiaguito Etla en casas seguidas. En la esquina de nuestra calle había un terreno baldío lleno de árboles que sobrevivieron a un incendio cuando era un recién nacido. En la mera esquina había un ahuehuete. Nunca nos llamó la atención, porque no creció mucho. Hasta que un día una de las cabras del papá de Julián desapareció.
“Encontramos…- lloró de nuevo, pero casi de inmediato se tranquilizó, sonó su nariz y continuó- encontramos una parte del cadáver de la cabra debajo del árbol. Estaba mordisqueado, muerto, con los ojos como canicas. Creímos que los perros callejeros lo habían hecho, pero no fue así.
-¿Cómo sabes que no fueron los perros callejeros?
-Por lo que vi esa noche.
-¿Qué viste, Gonzalo?
-No sé- empezaba a balbucear por las lágrimas- no me acuerdo.
-Gonzalo, tienes que decirme qué viste para que pueda ayudarte.
-Mi casa era la última de la calle antes del terreno baldío. Esa noche no pude dormir por pensar en la cabra del papá de Julián, solo pensaba y pensaba. Entonces miré a la ventana. ¡Dios! ¡Ojalá no hubiera volteado! El ahuehuete se movía, pero no por el viento, más bien parecía moverse en contra de él. Lo vi moverse, caminar. ¿Cómo diablos puede ser posible eso? Caminó y asomó parte de él a mi casa. Nosotros teníamos un perro ¿sabe? Un pastor alemán que le habían regalado a mi papá, él estaba afuera y… El ahuehuete lo vio.
“Pareció que se puso de pie. Algunas de sus ramas se volvieron… Brazos con… enormes garras… Saltó la barda…- las pausas que hacía entre frase y frase se llenaban por el sonido de su respiración agitada, Jaime lo imaginaba sosteniendo el teléfono con los ojos cerrados y el puño apretado.- Entró en la casa. Era horrible, como esos árboles de El Señor de los Anillos, pero con una esencia más diabólica. Fue hasta donde estaba el perro y… lo tomó con sus garras. Del tronco abrió su… boca o lo que quiera que fuese. Se lo comió.
“Dios mío- susurró Gonzalo, que lloraba nuevamente. Jaime lo escuchaba atento, a decir verdad, su historia le resultaba más estremecedora de lo que esperaba.- Cerraba sus fauces cuando me vio. No tiene ojos, pero sabes que te está mirando, se puede sentir. Doctor ya no puedo.
-Sí puedes, Gonzalo.
-No, doctor. Me ha encontrado. Solo es cuestión de tiempo que venga por mí.
-Nadie vendrá por ti, si pasa algo llamaré a la policía- respondió Jaime, intentando infundir un poco de confianza en su paciente.- ¿Qué pasó después?
-Empezó a acercarse, caminando lento con sus raíces que se había convertido en patas. Vino hasta mi ventana y miró mi habitación y a mí.
-¿Y qué pasó?
-No lo sé- contestó Gonzalo con sollozos- me desmayé.
-¿Y cómo intentaron matarlo?- preguntó Jaime, tratando de apresurar su conversación.
-Al otro día les platiqué a Julián y a Lalo lo que había pasado. Me creyeron, Lalo nos contó que su abuelo contaba que no había que confiar en los ahuehuetes porque las almas malditas los usan para vivir eternamente, así que propuso cortarlo con el hacha que usaba para cortar leña. Él era el mayor, tenía quince, Julián tenía ocho y yo seis. Nos vimos al atardecer, cuando nuestros padres estaban ocupados. Lalo llevó su hacha, no dijimos nada, solo dejamos que lo hiciera.
“Cortó tan rápido como pudo. A cada hachazo brotaba un líquido negro, como la sangre, pero apestaba a perro muerto. Cortó y cortó hasta que el tronco no pudo resistir más y cayó sobre el terreno. Creímos que lo habíamos matado. Cuando tratamos de volver a casa una de las ramas se envolvió en el tobillo de Lalo y tiró de él y…- El recuerdo fue demasiado para Gonzalo, vio morir a su amigo, pensó Jaime, un trauma de lo más duro.- El ahuehuete abrió de nuevo sus fauces y lo devoró. Julián y yo corrimos a nuestras casas y nos encerramos.
-Si lo cortaron, ¿por qué dices que volvió?
-Porque al otro día encontramos el lugar vació. Se desarraigó y se fue.
-Gonzalo, bien pudieron arrancado las raíces para dejar limpio el terreno y…
-¡Yo sé lo que vi!- gritó Gonzalo con sumo enojo- ¡No estoy loco, doctor! El árbol se comió a mi amigo.
Gonzalo rompió a llorar, esta vez con una desesperación y una angustia desgarradora. No respondía, tan solo lloraba. No le veía, pero Jaime tenía la clara imagen de Gonzalo: sentado en la cama sosteniendo el teléfono en una mano y el revólver en la otra, la cara pálida y los ojos inyectados de sangre, con una mirada enloquecida por la angustia que sufría. Esa imagen era aterradora.
-La semana pasada me encontré a Julián. Aún trabaja como jardinero en Santiaguito. Me dijo que el ahuehuete jamás volvió y saberlo fue lo mejor que me había pasado en años. Me sentí tan bien que ayer decidí visitar el pueblo.
-¿Y qué pasó?
-Busqué a Julián y me dijeron que llevaba dos días desaparecido. Cuando encontré mi antigua casa…
-¿Qué?
Gonzalo gritó de horror.
-¿Qué pasó?- gritó Jaime, tratando de llamar su atención.
-¡Ahí estaba! En la misma esquina tal y como lo recordaba, solo que esta vez tenía colgado el sombrero de Julián. ¡El maldito lo mató también! Me fui de ahí y vine directo a casa y no he salido.
-¿Entonces cómo sabes que te ha encontrado?
-¡Porque he visto la sombra de sus garras querer entrar a mi habitación!- exclamó Gonzalo, ya al borde de la locura.
-Pero esa podría ser la sombre de cualquier árbol, tan solo estás proyectando uno de tus traumas en…
-Doctor, ¡¿Cómo es eso posible si mi departamento está en el doceavo piso de un edificio?!
-Gonzalo, necesitas tomar de nuevo tus medicamentos, esas alucinaciones son…
-¡Al diablo con los medicamentos!- inquirió Gonzalo- ¡Al diablo con…!
Se detuvo.
-¿Gonzalo?- dijo Jaime. Pero no hubo respuesta.
-No.
-Gonzalo, ¿cuándo fue la última vez que…?
-¡No!
Un estruendo, el de la ventana de la habitación de Gonzalo romperse en mil pedazos.
-¡No! ¡No, por favor!- gritó Gonzalo, esta vez sus gritos eran de auténtico terror.
El disparo de su revólver, luego otro. Más gritos. Por fin la comunicación se cortó.
-¿Gonzalo?
Solo escuchó sonidos de teléfono.

domingo, 7 de octubre de 2012

Pedro



A Pedro lo enterraron en el jardín secreto de la casa de campo de la familia Tenorio, hacía veinte años, tal vez veintiuno. El cura del pueblo había prohibido estrictamente a su padre que lo enterraran en el cementerio municipal, pues creía que al hacerlo perturbaría el descanso eterno de los que ya ocupaban su lugar en el panteón, y, por otra parte, llevarlo a la ciudad habría significado un pesar enorme, por lo que Javier Tenorio optó por enterrar a su hijo en su propia casa y olvidarse de esa propiedad.
Bárbara, hermana de Pedro, regresaba veinte años, o veintiuno, a esa casa a revivir los pocos recuerdos que le quedaban de su hermano y de su infancia antes de regresar a Guadalajara.
Bárbara Tenorio llegó a la Ciudad de Oaxaca un martes de Septiembre con la firme intención de restaurar la casa que su padre había adquirido a principio de los noventas. El plan original había sido tener esa casa en las cercanías de la villa de Etla para la recreación del matrimonio Tenorio Fernández, para ese entonces Pedro tenía dieciocho años, mientras que la pequeña Bárbara contaba con tan solo seis. Sin embargo, todo cambió la noche en que Pedro se quitó la vida en la sala de estar de la casa.
Aquella casa estaba ubicada en Santiaguito, un pequeño pueblo a la orilla de la carretera que quedaba a un par de kilómetros antes de la Villa de Etla, la habían comprado a una pareja de ancianos que querían migrar a la ciudad. Tenía una entrada grande y un portón negro marcado por un número cinco plateado, tras de ella iniciaba un sendero de adoquines y bordeado de árboles, avanzaba cincuenta metros y luego daba un giro hacia la derecha y se elevaba hasta unos setenta centímetros sobre el suelo, al final llegaba a una plataforma de cantera sobre la que estaba asentada la casa.
Según había contado la pareja de ancianos, aquella casa fue un seminario en los años cincuenta, por lo que la casa guardaba ciertas estructuras propias de un seminario, como una vieja capilla en el fondo del terreno. Por otra parte, la casa tenía varios jardines con pinos, paraísos y eucaliptos que daban un toque fresco al lugar. La parte frontal de la casa estaba recubierta de de plantas de enredadera, sin duda, era un lugar hermoso.
En cuanto a la casa, que era pequeña en comparación al tamaño del terreno, era de un solo piso y alargada, pues eran cuartos dispuestos linealmente, primero la cocina, luego la sala de estar, el cuarto de Pedro y Bárbara, el cuarto de los padres y al final el baño, que era el único que tenía un puerta que lo separaba de las demás habitaciones. Algunas partes de la casa conservaban paredes de adobe con las que había estado construida originalmente, la capilla, por ejemplo.
La familia Tenorio Fernández pasó tres semanas en esa casa, primer y único verano que estaría allí.
Bárbara llegó a Oaxaca en su camioneta Lincoln, ni siquiera tuvo que pasar por la ciudad, pues Santiaguito queda cerca de donde desemboca la autopista que viene de Huitzo. Tras pasar la última caseta de peaje pensó en todo lo que tenía que hacer ya que regresaba por la casa. En realidad, su plan era restaurarla y venderla, pues los recuerdos que tenía sobre ella eran vagos y nada satisfactorios. Tendría que llamar a algunas personas que se encargaran de cortar el pastos y de hacer los arreglos que fueran necesarios que, creyó ella, no serían demasiados pues la casa llevaba tan solo tres años completamente abandonada.
En la entrada del pueblo había un taller mecánico, justo al lado de él siempre había gente dispuesta a hacer la clase de trabajos que Bárbara necesitaba, por lo que al llegar subió a un par de hombres a su camioneta. Para llegar a la casa hacía falta seguir por la calle principal y pasar tres cuadras antes de girar a la derecha, sobre la calle de Reforma estaba la casa marcada con el número cinco.
Bárbara encontró el lugar justo como lo imaginaba. El pasto había crecido al grado que superaba los cincuenta centímetros, entre este habían flores silvestres de colores. Los árboles, todos en pie, daban la bienvenida en el sendero que llevaba a la casa. En aquel lugar reinaba una tranquilidad propia de los pueblos alejados del bullicio de la ciudad, era agradable sentir el calor del sol y la brisa fresca que venía de los cerros. Sin embargo, Bárbara no venía a disfrutar de la paz que le brindaba aquel lugar.
Los dos hombres que había recogido en la entrada del pueblo no dilataron en sacar sus herramientas y empezar a trabajar, por su parte, Bárbara fue directamente a la casa que estaba de lado derecho del terreno. Cruzar todo el sendero hizo que recordara que cuando era pequeña solía temer a todos esos árboles pues, pasadas las siete de la noche, emitían sombras espeluznantes que le ponían la piel de gallina. Ahora, ya una mujer adulta con muchas cosas en la cabeza debido a la condición crítica de su padre, esas sombras eran el menor de sus problemas. El pasto se había extendido de tal forma que incluso salía por entre los adoquines, no podía creer que hubieran abandonado la casa de esa manera, de no haberlo hecho habrían vendido la casa en cuestión de minutos puesto que era una casa hermosa cuando no estaba sepultada en hierba.
El sendero rodeaba un enorme jardín que en el pasado sirvió como cancha de fútbol para Pedro. Incluso, durante ese fatídico verano, Javier Tenorio contruyó una portería improvisada para jugar con su primogénito. Cuando Bárbara pasaba frente a ese patio notó que la portería seguía ahí, carcomida por las polillas y abrigada por el pasto que crecía alrededor de ella. No guardaba muchos recuerdos de Pedro pero sabía que le había amado, después de todo, jamás tuvo otro hermano ni mayor ni menor.
En el bolsillo llevaba un viejo llavero del Pato Lucas, el mismo que la pareja de ancianos dio junto con las escrituras de la casa, tomando la llave indicada (marcada con esmalte para uñas color rojo) abrió la puerta de la sala que había permanecido cerrada por poco más de diez años. La puerta chirrió y el aire viciado salió con su nauseabundo olor a polvo y humedad. La casa estaba exactamente como la recordaba: la sala de colores verdes claros con flores rosadas estaba dispuesta de la misma manera, el sillón para tres personas pegado a la pared, el sofá de lado izquierdo y el sillón individual de lado derecho, en el centro una mesa con una canasta de flores sintéticas, del techo colgaban dos lámparas con cubiertas doradas y cubiertas de telarañas. Abrió las puertas de par en par para que el aire circulara y se dispuso a limpiar, cosa que no había hecho en meses pero que no le molestaba en lo más mínimo.
Ella no lo recordaba, pero fue en esa misma sala donde su hermano enloqueció y amenazó a su padre con volarle los sesos con la escopeta que tenían guardada en el armario, la misma con la que momentos más tarde acabaría con su propia vida. A Bárbara la llevaron al centro del pueblo cuando todo ello pasó para evitar que presenciara la locura de su hermano. Su propio padre le confesó cuando cumplió veinte años lo que ocurrió esa noche, en la que juraron que jamás regresarían a Oaxaca.
Cuando Javier Tenorio se enteró de que su hija regresaba a Santiaguito a vender la casa de verano estalló en angustia, empeorando su estado de demencia senil. Aun así, Bárbara regresó a aquella casa.
En un par de días de intenso trabajo, la casa recuperó su jardín de ensueño, aunque en algunas partes el pasto había desarrollado fuertes raíces que debían ser arrancadas y remplazadas con pasto nuevo. En cuanto a la casa, se requirió un poco más de tiempo para verificar los desperfectos y repararlos, como las llaves de agua que estaba oxidadas o algunas partes del techo que necesitaban ser remendadas.
A decir verdad, todo ese trabajo le hizo bien para distraerse de las preocupaciones que tenía como gerente de la empresa que su padre pronto le heredaría, además de que de pronto recordaba algunas cosas de su infancia, recuerdos de su madre horneando un panqué, de su padre pintando cuadros en la capilla o de su hermano tocando su guitarra debajo de los pinos. De ella tratando de trepar a los ficus de la parte cercana al portón y de su hermano cuidando que no cayera. En realidad, estando en esa casa, recordaba mucho más de Pedro, como si todos esos recuerdos hubieran estado escondidos en algún lugar de su mente y solo la sensación de estar en esa casa los hubiera desenterrado.
Debido a que no pasaron mucho tiempo allí, no encontró fotografías ni álbumes que pudieran disparar sus memorias, aunque con tan solo mirar el jardín restaurado todo regresaba poco a poco.
Terminando de limpiar la casa, debía arreglar los asuntos relacionados con los servicios, visitar el municipio para la restauración del servicio de agua y luz, ir a la compañía telefónica para renovar el contrato de teléfono y pagar las deudas que tenía, etcétera.
Cuando terminó de arreglarlo todo, Bárbara decidió pasar un par de días en la casa antes de encargarle a un agente de bienes raíces la venta del inmueble. Fue a la ciudad, compró algunos víveres y se refundió en la casa y en su paz campirana.
Más tarde, mientras leía en la sala de la casa, quiso dar una vuelta por el jardín y ver de cerca la capilla en la que su padre solía pintar en los días en los que estaba en sus cinco sentidos. El cielo se veía violáceo y la brisa era agradable.
La capilla conservaba la forma original de cualquier capilla en el mundo, era un cuarto de ocho metros de largo por tres de ancho, con unas doce bancas de madera que empezaba pudrirse, seis de cada lado, al fondo había un púlpito y detrás de él estaban los bastidores en blanco que Javier Tenorio usaba en sus días de pintor aficionado. Bárbara se quedó parada en la entrada mirando el interior de la capilla por un rato. Recordó a su padre con su pantone y su pincel haciendo figuras y paisajes en los lienzos, muchos de ellos no eran buenos, sin embargo, aquel hobby lo mantenía contento.
De pronto un par de lágrimas brotó de sus ojos.
En ese momento su padre estaba enclaustrado en su habitación, tapado con una vieja cobija y hablando solo, hablando con sus fotografías o con personas que no estaban. A veces hablaba con Pedro, lo maldecía y luego gritaba, lloraba o se tapaba la cara con la cobija gritándole que se fuera, que lo dejara en paz. Eso había empezado en Enero y progresaba rápidamente, primero escuchaba voces, luego se convirtieron en alucinaciones. Enloqueció. A Bárbara le pesó mucho dejar a su padre tan solo a cargo de su madre y de la enfermera que lo cuidaba, pero debía hacer lo de la casa, quizás con ello haría que su padre encontrara descanso.
El cielo aún estaba violeta, pero ya empezaba a oscurecer. Bárbara dio media vuelta y se dispuso a regresar a la casa, sin embargo, al dar la media vuelta notó algo que llamó su atención. Detrás de la capilla había un pequeño jardín de pasto con una sola planta, un rosal grande lleno de rosas rojas, delante de él había una pequeña cruz que rezaba "Pedro".
El corazón le dio un vuelco. En un principio tuvo ganas de correr hasta la cruz y arrodillarse ante la tumba de su único hermano, pero algo le detuvo. Debajo del rosal la luz parecía difraccionarse como cuando pasa a través de un prisma de cristal. Bárbara se talló los ojos para aclarar la vista, pero nada cambió, los colores seguían allí. De pronto el aire sopló, un aire frío, y los colores se movieron como si fuesen olas, tras lo que empezaron a moverse de una forma constante. Esas luces de colores atraparon la atención de Bárbara, parecía hipnotizada por ese espectáculo e incluso tuvo miedo de que si apartaba la mirada cesaran las luces.
-Pedro- dijo Bárbara en voz alta, su voz le sonó distante, parecía que se hundía en el silencio que empezaba a volverse ensordecedor.
La luz del cielo empezó a ceder y la oscuridad de la noche llegó a Santiaguito, pero en el patio detrás de la capilla las luces de colores iluminaban el suelo. Las rosas rojas del rosal brillaban, eran hermosas, y Bárbara quiso tocarlas. Avanzó hacia el rosal, hasta que una voz le susurró al oído "no te acerques", entonces pareció regresar en sí. Cuando se dio cuenta de que todo era una locura las luces se detuvieron y empezaron a desvanecerse lentamente. Bárbara quedó en medio de la oscuridad y tuvo miedo. En algún momento la capilla le pareció tenebrosa y el rosal adquirió un aspecto de árbol podrido. Dio media vuelta y emprendió su camino de vuelta a casa.
-¿Te vas tan rápido?- dijo una voz que parecía provenir del rosal.
Bárbara volteó nuevamente hacia el rosal, pero no había nadie. Recargado sobre la pared de la capilla había un hombre de frac con un sombrero de copa y un bastón en mano. Apenas alcanzaba a distinguirlo por la oscuridad. Cuando ese personaje avanzó al frente, la luz de la luna lo alumbró otro poco, una mata de pelo salía por debajo del sombrero.
-Me costó mucho trabajo traerte de vuelta- dijo ese ser, se detuvo y prosiguió- no querrás perderte de lo que tengo para ti, ¿o sí?
-¿Quién eres?- preguntó Bárbara con inseguridad.
-¡Oh!- exclamó el ser oscuro- Disculpe mi pésima educación. Mi nombre es Érebos- dijo e hizo una reverencia.
-¿Qué eres?
-No perdamos el tiempo en eso, además, no me comprenderías si te lo explicara. Tan solo digamos que soy como un viejo amigo de la familia.
Bárbara sentía miedo de Érebos, sin embargo, tenía curiosidad de saber qué quería o por qué estaba ahí.
-¿Qué es lo que quieres?
-¡Ah! ¡Directo al grano! Eso me gusta- Érebos blandió su bastó y lo apuntó a Bárbara- Te quiero a ti.
-¿Qué quieres de mí?- preguntó mientras daba un paso hacia atrás.
-Eres algo así como una obsesión- explicó Érebos- a tu hermano lo tuve fácil, no necesité mucho para convencerlo de entregarse a mí. Tan solo te mencioné y se rindió. A tu padre, bueno, él solito vino. Cuando él muera tendré a tu madre, fácil, tanto como lo fue Javier. El verdadero reto eres tú. Cuando Pedro se humilló ante mí eras muy pequeña, además tus padres hicieron buen trabajo al aislarte de todo lo que pasó. Ahora te deseo, y no descansaré hasta tenerte.
-¿De qué hablas?- preguntó Bárbara, que empezaba a asustarse aún más.
-Soy la locura, querida, soy lo que hace que tu papá hable solo, soy lo que lo atormenta día y noche. Soy el que obligó a tu hermano a jalar el gatillo, y lo que quiero es que me temas.
-No- dijo Bárbara, que empezaba a perder el aliento, pero encontró la fuerza suficiente para empezar a retroceder.
-No intentes escapar, yo estoy en todos lados y te encontraré.
-¡Aléjate!- gritó Bárbara cuando notó que Érebos se acercaba a ella- ¡No te tengo miedo!
-Es porque no has visto qué puedo hacer- dijo Érebos, luego se quitó el sombrero.
Todo se oscureció. Bárbara solo alcanzaba a ver dos esferas amarillas que le miraban, que le devoraban.
-¡Pedro!- gritó Javier Tenorio, alrededor de ella estaba la sala de la casa, tal y como recordaba.
Pedro llegó a la sala desde la habitación que usaban él y la pequeña Bárbara. Se veía angustiado de muerte, los ojos se le veían rojos por las lágrimas que derramaba. Gritaba, lo hacía enloquecido, el cabello algo largo lo llevaba alborotado y caminaba como si algo le pesara. Después, Javier entró a escena tratando de tranquilizar a su hijo con palabras, pero no lo lograba, detrás de él venía Érebos. Mientras, Bárbara observaba silenciosa desde el rincón. Afuera, su madre y la pequeña Bárbara subían al auto para irse al centro del pueblo.
-¡Pedro! ¡Basta!- ordenó Javier- ¿qué diablos te sucede?
-¡Aléjate!- gritó Pedro, que trataba de esconderse detrás de los sillones.- ¡Lárgate de aquí!
-Hijo, por favor, tienes que decirme qué tienes.
-Anda, dile- dijo Érebos, que se mantenía detrás de Javier.
-¡Cierra la boca!- gritó Pedro- ¿por qué no te largas de una vez?
-No lo haré- dijo su padre- hijo, quiero ayudarte, pero primero tienes que decirme qué es lo que tienes.
-Lo que tienes no le importa- replicó Érebos- solo quiere dejar de lidiar contigo, a nadie le importas.
-¡Ya cállate!- gritó Pedro a Érebos- ¡Cierra la maldita boca!
-Pedro, por favor, mírame al menos.
Pedro levantó la vista y miró a su padre, pero de detrás de él Érebos asomó su rostro. Se había quitado el sombrero. Debajo de él estaba un cráneo deforme del que salían matas irregulares de cabello grisáceo, las cuencas de los ojos mostraban oscuridad y dos puntos amarillos que penetraban hasta lo más recóndito del ser. Más abajo, dos hileras de colmillos, como los de un tiburón, formaban una sonrisa diabólica.
-¡No!- gritó Pedro, luego se llevó las manos a la cara y comenzó a llorar.
Ver a su hermano así rompió el corazón de Bárbara, su padre había omitido esa parte de la historia y le desgarraba el alma. Su hermano estaba postrado en el suelo mientras Javier trataba de acercarse a él y Érebos lo miraba riéndose malévolamente.
-¡Deja de llorar!- gritó Érebos y luego soltó una macabra risa- ¡Eres una niña! ¡Lloras por cualquier cosa!
-¡Ya cállate!- dijo Pedro sollozando.
-Pedro, hijo- Javier trató de continuar, pero las lágrimas de angustia empezaron a brotar de sus ojos.
-¡Eres patético!- gritó Érebos- Quizás Barbarita tenga más fuerza que tú. Pero solo lo sabré cuando la tenga.
-¡No!- gritó Pedro- ¡no te atrevas, hijo de puta!
-Hijo, ¿de qué hablas?- preguntó Javier entre lágrimas.
-Voy a acabar con esto ahora mismo.- Espetó Pedro y regresó a su habitación.
Érebos no le siguió, en vez de eso miró hacia el rincón, a Bárbara, y sonrió.
Desde el cuarto sonó un muy audible "click", lo que le heló la piel a Javier. Pedro regresó cargando la escopeta de bisagra que guardaban en el armario, se la colocó al hombro y apuntó a Érebos.
-Pedro- dijo Javier tan espantado que tartamudeaba- hijo, ¿qué haces?
-Aléjate de nosotros- dijo Pedro dirigiéndose a Érebos.
-No puedes matarme, no con esos estúpidos cartuchos.
-¿De qué hablas, hijo?
-No tienes las agallas para hacerlo- dijo Érebos, riéndose burlonamente.
Pedro apuntó justo a la cabeza de Érebos y jaló los percutores de la escopeta, sin embargo, Érebos se escondía detrás de Javier, quien dio un paso atrás tratando de alejarse de los cañones.
-Hijo, ¿qué haces? Baja esa cosa.
-Voy a terminar con todo- susurró Pedro.
-¡Eso es!- celebró Érebos- mata a tu padre, eso me haría muy feliz.
-No- dijo Pedro y dirigió el cañón hacia su mentón.
-¡No, Pedro!- gritó su padre.
-¡No!- gritó Bárbara y corrió hacia su hermano.
Sin embargo, no fue lo suficientemente veloz. Pedro jaló el gatillo y en una explosión la mitad derecha de su cara se convirtió en una mancha sanguinolenta. La sangre salpicó la cara de Bárbara, estaba caliente, demasiado, casi quemaba. Su hermano cayó frente a ella y la oscuridad la envolvió nuevamente.
Érebos regresó todo a la normalidad, estaba parado frente a Bárbara y, tras dedicarle una sonrisa con su dentadura de tiburón, se caló nuevamente el sombrero y regresó a su cara anterior. Bárbara estaba petrificada de terror, había faltado otro poco para perder el control de sus esfínteres, su cara se había puesto pálida, casi del color de la luna.
-No piido mucho- dijo Érebos- entrégame tu vida. Prometo que no terminarás como tu hermano, tan solo quiero saber que puedo visitarte de vez en cuando y saciar mi hambre contigo.
Érebos deseaba su miedo, su angustia, era como su alimento, pero para obtenerlo debía negociarlo. Ver a su hermano morir dolió en lo más profundo de su ser, no podía permitirse caer en manos de él, por su hermano no lo haría.
-No.
-Ya viste lo que puedo hacer, no te resistas.
-Si no te lo permito no puedes hacer nada- dijo Bárbara, pero en realidad no era ella quien hablaba, era alguien más hablando a través de ella.
Érebos dejó de sonreír. Aquellas palabras pesaron en su macrocósmica mente, en realidad le sonaban muy conocidas y, por un instante, perdió la seguridad que tenía al principio.
-No sabes en lo que te metes- espetó Érebos- pero tal vez si no puedo convencerte yo alguien más sí pueda.
De debajo de la chaqueta Érebos sacó una correa, la cual daba hasta detrás de la capilla, y tiró de ella como si de un asno se tratase. Lo que salió de allí impresionó tanto a Bárbara que le robó el aliento. Era un muchacho semidesnudo que caminaba a cuatro patas, tenía un collar y la correa de la que Érebos tiraba, tenía media cara desfigurada, era Pedro. Al llegar hasta donde su amo estaba se arrodilló junto a él. A pesar de lo dañado que estaba su rostro, se notaba una profunda tristeza en él y unas ganas enormes de echarse a llorar.
-No es real- se dijo Bárbara a sí misma, aunque no estaba demasiada convencida.
-Este me ha durado un buen rato- dijo Érebos- a veces lo hago llorar hasta que me quedo dormido.
-No es real- se repetía Bárbara, como un mantra que le liberara de aquella ilusión.
-Es tan divertido cuando llora- en ese momento, Érebos puso su mano en la cabeza de Pedro y le acarició el cabello.
Pedro gritó de dolor, luego empezó a llorar. Su llanto era desesperado, penetrante al oído, gritaba como si alguien estuviera desollándolo vivo. Se llevaba las manos al rostro, se tiraba del pelo y no dejaba de gritar, mientras que Érebos le acariciaba el cabello y sonreía. Los gritos eran desgarradores.
"Huye" dijo la voz, que se escuchaba distante, como un susurro que traía el viento frío. Bárbara empezó a dar pasos hacia atrás, al principio cortos, luego un poco más largos.
-No puedes huir, Barbarita- dijo Érebos, que mostraba nuevamente su sonrisa de dentadura de tiburón.- Te encontraré, lo sabes.
Bárbara se obligó a sí misma a correr. Corrió hasta la mitad del patio, vio que las luces de la casa estaban encendidas y tuvo la tentación de ir a la casa, puesto que ahí estaban las llaves de la camioneta, pero no podía regresar. Érebos la esperaba dentro de la casa. Corrió por el sendero hasta que llegó al último tramo, donde estaban las hileras de árboles que proyectaban las sombras tenebrosas. Se detuvo en seco al ver que las sombras no eran las de las ramas formando figuras irregulares, eran manos que movían los dedos esperando a que pasara para atraparla. Una vez más se llenó de temor.
"No es real", dijo la voz.
-No es real- repitió Bárbara- y si no es real...
"No pueden hacerte daño", completó la voz.
Las manos comenzaron a hacerse más pequeñas hasta que se redujeron a las habituales formas irregulares. Bárbara corrió a través del último tramo del sendero hasta llegar al portón, el cual abrió sin preocuparse de volverlo a cerrar. Ahí estaba la camioneta Lincoln, debajo de la defensa tenía la cajita metálica en la que guardaba el repuesto de la llave, la sacó y subió a la camioneta. En menos de lo que esperaba, emprendió su retorno a casa.
Tras salir de la calle principal a la carretera se sintió más tranquila. Encendió la radio y presionó la búsqueda automática de estación. El sintonizador dio una vuelta entera, luego otra, otra, hasta que se detuvo en el 99.9.
«Y como cada noche- dijo el locutor, de pronto escuchar la voz de alguien real, alguien que seguramente no tenía dientes de tiburón, fue muy reconfortante- tenemos para ustedes la mejor selección de rock clásico, rock de los sesentas y setentas. Por el momento les dejamos con...
« ¡No! ¡Aléjate de mí!- gritó Pedro a través de las bocinas de la camioneta- ¡Basta! ¡No!»
«Vayas donde vayas- esta vez era la voz de Érebos- te escondas donde te escondas, te encontraré- luego rió y Bárbara no pudo evitar imaginar las hileras de dientes de tiburón sonriendo- Vayas donde vayas, te encontraré. ¡Ja ja ja! ¡Te encontraré!»
Bárbara empezó a llorar y apagó la radio, pero aun así seguía escuchando la voz de Érebos que juraba ir por ella, fuera donde fuese.