La casa de Silvia es esa que está al final de una prolongación
cerrada y que tiene un gran portón de madera oscura, una casona de los años
cincuenta. Pasando ese gran portón, hay un sendero de empedrado que atraviesa
un jardín de césped y llega a la propia casa, en la que Silvia habita hasta
estos días. Dicho sendero no tiene nada en especial excepto una cosa: en el
tramo más cercano a la casa hay cinco figuras de barro de caballeros medievales
que custodian la entrada a la casa. De esos cinco guerreros había uno que
destacaba, uno de largas barbas en cuya cabeza portaba algo que probablemente,
mucho tiempo atrás, había sido una corona.
Cuando Silvia llegó a vivir ellos ya cuidaban el sendero y a ella
jamás le cruzó por la mente la idea de quitarlos, eran tan viejos como la misma
casa, tal vez más, y tenían el derecho de permanecer en donde se les había
colocado, incluso les había tomado cierto cariño y era causa de su orgullo
cuando alguien visitaba su casa.
Cierta mañana, Silvia regresaba a casa después de haber pasado la
noche en urgencias por culpa de Rubén, su inestable pareja que la había
golpeado después de una borrachera. En aquellos momentos lo único que Silvia
deseaba era ir a su propia cama a descansar y esperar que Rubén estuviera muy
lejos o con una resaca mortal. Al llegar al gran portón de madera encontró una
pequeña caja de zapatos con una nota encima, la recogió y leyó.
"Un regalo que podrás
necesitar
Un clamor que ellos
escucharán"
Silvia entró. Recorrió el sendero sintiendo un gran alivio por
estar en casa y, cuando estuvo lo suficientemente cerca, acarició la cabeza de
los guerreros que le esperaban, siempre dispuestos, siempre fieles. Cuando
estuvo dentro, sentada en su sala, abrió la caja de zapatos. Lo que venía
dentro era un crucifijo pequeño de oro con una piedra roja en el cruce de ambos
maderos, probablemente un rubí. Es precioso, pensó Silvia, además de que
parecía muy costoso. Miró dentro de la caja y la nota esperando encontrar algún
remitente o algo que le diera una pista sobre el origen del crucifijo, pero la
decepción fue grande cuando Silvia notó que no encontraría una explicación.
En un principio pensó en regresarlo a la caja y deshacerse de él,
pero el supuesto rubí era hipnotizante, así que, después de apretar el crucifijo
en la mano, se lo colgó en el cuello. Así pues, Silvia subió a su habitación y
se echó a dormir.
Entre sueños, en una bruma de dolor punzante, Silvia escuchaba
pasos que parecían venir de la sala, un caminar pesado, pero no acudió a ellos
sino que se dejó llevar por el cansancio y siguió durmiendo.
Más tarde, cuando la noche ya llevaba algunas horas reinando en la
ciudad, Silvia despertó con un dolor horrible en la espalda baja, justo donde
las patadas de Rubén habían provocado mayor daño. Al ver la falta de luz notó
que no había tomado los analgésicos que le tocaban tomar a las tres de la
tarde, a eso se debía el insoportable dolor. Con un gran pesar, Silvia se
incorporó para encender la lámpara de noche que tenía en el buró a lado de su
cama y encontró algo sorprendente: a lado de la lámpara había un vaso de agua y
los antiinflamatorios que el doctor le había recetado.
Silvia, un poco alterada, tomó las pastillas y se paró de la cama.
¿Quién pudo haber sido? ¿Acaso Rubén había regresado? Y si era así ¿la estaría
esperando en la sala listo para golpearla de nuevo? Bajó a la sala armada con
un abrecartas que guardaba en el cajón del buró, al caminar notó que aún
portaba el crucifijo, pues se le había incrustado en la piel del pecho. Tenía
mucho temor de encontrar Rubén con esa sonrisa malvada y un vaso de whisky en
la mano, mirando a las escaleras por las que Silvia llegaría a la sala. Sin
embargo, lo que encontró fue la tranquilidad de su casa vacía.
El alivio que sintió al no encontrar a Rubén superó la
incertidumbre de no saber cómo habían llegado las pastillas a su habitación,
seguramente las había subido antes de quedarse dormida y no lo recordaba.
Después de esa noche, en los días posteriores, Silvia notó toda
clase de incidentes inexplicables: cosas que cambiaban de lugar, el sonido de
ese andar pesado en la sala durante las noches, incluso una mañana Silvia
encontró el cadáver del tlacuache que destruía las plantas ornamentales que
sembraba al fondo del jardín. Y, aunado a todo esto, la sensación de una paz
incomprensible que reinaba en la casa. Dicha paz era tal que Silvia evitaba
pensar en Rubén, ese funesto hombre que había traído tanta desgracia a su vida,
por el temor a que pensar en él lo atrajera mentalmente e irrumpiera con la
repentina tranquilidad que poseía.
Sin embargo, la paz no duraría mucho, una semana y media después
de la última golpiza Rubén reapareció en la prolongación en la que se
encontraba la casona con portón de madera oscura. Silvia se encontró nuevamente
con su inestable novio que, convencido de que lo haría, trató de convencer a
Silvia de que había cambiado. Sin embargo, no se le permitió volver a la casa,
en vez de eso Silvia le pidió que se limitara a llevarse sus cosas y que jamás
volviera. Para asegurarse de que Rubén no la tocaría tuvo el cortaplumas en la
mano todo el tiempo y no dejó que Rubén se le acercara más de un metro.
Al final, Rubén, con todo el pesar y el enojo que su alma pudo
expresar, dejó la casa y a Silvia mirándolo alejarse en la entrada con el cortaplumas
en la mano apretada. Por un momento esa paz se desvaneció, mostrando el rostro
que tanto temía Silvia, pero en unos minutos la tranquilidad regresó a la casa.
Silvia
regresó a la casa, ya hacía un par de días que el dolor se había ido y lo único
que quedaba era el temor a que Rubén regresara, pero entonces eso también se
había ido, quizás no para siempre, pero al menos tendría paz por algunos días
más. Rubén tenía el mismo modo siempre: empezaba todo bien, trabajando en algo
nuevo y contagiaba su felicidad; cuando las cosas comenzaban a fallar, cuando
sus empresas no daban los resultados esperados su depresión era grande y
recurría al alcohol. De aquellas borracheras la única afectada era Silvia,
tanto física como emocional y económicamente.
Y cuando ella se negaba a darle dinero o cuando le pedía que no
bebiera más él la golpeaba y, antes de que pudiera pasar otra cosa por la que provocara
problemas aún más grandes, se iba de la casa a algún motel fuera de la ciudad. No
importaba si pasaban días o semanas, él siempre regresaba con una sonrisa
amistosa falsa a ganarse el corazón de Silvia, solo que aquella última vez ella
no había caído en su engaño.
Rubén se fue y pareció que no volvería a verlo, pues se alejó en
su vieja camioneta roja hacia algún lugar sin mirar atrás. Tras aquella visita,
Silvia no dejó de pensar en que en cualquier momento podría regresar, era la
primera vez que lo había encarado y la tranquilidad le sentaba fatal, tanto se
había acostumbrado a las peleas y discusiones que aquella sensación de alivio
no le venía muy bien.
La noche después de que sacara a Rubén de la casa, Silvia tuvo un
sueño.
Estaba en casa, de eso estaba muy segura, sentada en su sala
mirando por la ventana que daba al jardín. No sabría decir que hora era, pues
estaba nublado y la luz que entraba era de un gris brillante y melancólico.
Todo era silencio, de ese silencio tan vacío que hace que los oídos zumben, de
ese que hace que escuches tus propios latidos. Pero, de pronto, alguien tocó la
puerta y escuchó un dulce silbido, como una canción cantada por una mujer de
voz inigualablemente hermosa. Silvia no dudó en abrir, era como si sus
movimientos estuvieran dirigidos automáticamente obedeciendo a ese silbido que
venía de siglos atrás, algo tan encarnado en su ser que era tan básico como
respirar.
Silvia abrió la puerta de madera para ver quién llamaba, aunque
dentro de sí lo sabía perfectamente, pues la había estado esperando. Entonces
vio que si jardín se había extendido muchos metros más y, en vez del gran portón
de madera oscura, estaba una hilera de árboles que se perdían en el horizonte.
Delante de ella estaba el jardín, el viento soplaba y lo podía ver en el césped
que se movía con elegancia y, encima de él, cinco caballeros medievales
encabezados por uno que llevaba una corona sobre su cabeza.
Eran muy altos y muy corpulentos, todos con largas matas de
cabello castaño y barbas espesas. A ninguno se le veía el rostro del todo, pues
se perdía entra la barba y la sombra que les hacían los cascos. El caballero de
la corona se sostenía con su espada, la cual apoyaba en el césped, aguardando a
que Silvia saliera. En cuanto le vieron, los cinco caballeros se pusieron sobre
una rodilla haciendo una gran reverencia y gran escándalo con el sonido de sus
pesadas armaduras.
Entonces Silvia la vio.
Al agacharse, los caballeros dejaron ver a quién estaba detrás de
ellos, era una mujer de unos veinticinco años de cabello oscuro y un vestido
blanco que deslumbraba, colgado a su cuello llevaba el crucifijo de oro con la
roca roja incrustada. La mujer avanzó hacia donde Silvia estaba, pasando a lado
derecho del caballero de la corona, y, cuando le tuvo en frente, le miró con
unos ojos verdes que llenaban de confianza a quien los viera. Se quitó el
crucifijo y, tomando la mano de Silvia, se lo entregó.
"Un regalo que podrás
necesitar
Un clamor que ellos
escucharán"
Dijo la mujer, luego, Silvia despertó.
Despertó al escuchar algo afuera de la casa, además de la fuerte
lluvia que golpeaba el tejado y las ventanas. En esa ocasión no eran las
pisadas que había escuchado noches atrás, sino alguien que golpeaba el portón
de madera. Entonces lo que escuchó sí que le puso la piel de gallina.
-¡Silvia! ¡Abre la maldita puerta!- gritó Rubén, a la vez que
golpeaba el portón con el puño apretado.
Venía tan alcoholizado que ni siquiera notó que algunas veces dio
con los adornos de fierro que el portón tenía y que sus manos sangraban. Rubén
gritó una, dos veces. Pateó la vieja puerta y, de pronto, la cerradura empezó a
ceder. La puerta era muy vieja y desde hacía mucho que necesitaba algunos
ajustes, sobre todo en la antigua cerradura, y Silvia lo sabía. Al notarlo,
Rubén fijó toda su energía en la cerradura que cedía ante los golpes y la
humedad. Después de un rato, la puerta cedió.
Rubén entró. Con paso lento, disfrutando de la lluvia fría, caminó
por el sendero que llevaba a la casa. "No recordaba que fueran tan
grandes" pensó cuando pasaba frente a las figurillas de los caballeros,
luego entró por la puerta de madera buscando a Silvia.
-¡Amor!- gritó al entrar- ¡estoy en casa!
Aún veía algo borroso, pero que estuviera alcoholizado no le
impidió discernir dónde estaba la habitación de Silvia. Subió las escaleras y
fue directo al cuarto. De una patada Rubén reventó la puerta.
-¿Silvita? ¿Dónde estás, mi amor?
Silvia se escondía debajo de la cama. Por desgracia había dejado
el abrecartas en la mesita que tenía justo al lado de la puerta de madera, por
lo que no tenía arma con la cual defenderse. Solo miraba los pies de Rubén, que
lo primero que hizo fue abrir el guardarropa y revolver todo lo que vio dentro.
Rubén dio vueltas en el cuarto buscando indicios de Silvia, ella solo aguardaba
deseando que de pronto la muerte viniera a llevarse a su atacante. Que le diera
un infarto, que un rayo destrozara el techo y se lo llevara a él también, lo
que sea que se lo quitara de encima.
En un momento dado, Rubén pareció
rendirse. Sin embargo, súbitamente miró debajo de la cama, encontrando a Silvia
que temblaba de miedo.
-Aquí estás pequeña- dijo, mientras metía su mando debajo de la
cama para jalar a Silvia del pelo.
Rubén arrastró a Silvia, que gritaba implorando piedad, para poder
tenerla frente a frente. Luego, sin mostrar piedad, abofeteó a Silvia con el
dorso de la mano mientras le gritaba. La golpeó varias veces, llenándose los
dedos de la sangre de su supuesta amada, y Silvia solo se limitaba a llorar y a
gritar.
-¿Crees que puedes echarme de tu casa así nada más?- espetó Rubén
mientras golpeaba a Silvia.
De pronto, Silvia vio la oportunidad y, flexionando la pierna,
golpeó la entrepierna de Rubén, que contrajo su cara en una mueca de dolor y se
echó a lado de Silvia. Ella, sin pensarlo mucho, se levantó y salió huyendo de
la habitación, mientras él se retorcía en el suelo con la cara muy pálida.
Silvia bajó las escaleras y vio el abrecartas sobre la mesita pero, antes de
que pudiera tomarlo, Rubén la alcanzó jalándola del hombro para volverla hacia sí
y propinarle un rodillazo en el estómago.
El impacto fue tal que para Silvia todo se detuvo por un momento.
El golpe la dejó sin aire y cayó de rodillas al suelo, mientras, Rubén se paseaba
frente a ella como un depredador mofándose de su presa antes de devorarla. Esta
vez no dijo nada, solo pateó a Silvia una y otra vez. Ella solo se llevó ambas
manos detrás de la cabeza, se cubrió con los antebrazos el rostro y juntó lo
más posible sus rodillas a su cabeza. Gritaba, lloraba pidiendo que todo
terminara.
-¿Crees que puedes echarme así nada más?- gritaba Rubén- sin mí
eres nada eres...
De pronto calló. Silvia tenía los ojos cerrados con fuerza, así
que escuchó perfectamente lo que sucedía: ahí estaban de nuevo, los pasos que
escuchaba todas las noches en la bruma del sueño se escuchaban y esta vez eran
tan nítidos. De Rubén solo alcanzó a oír un "Oh, por..." Luego, un
golpe sordo y el sonido del cuerpo caer al suelo. Luego los pasos empezaron a
alejarse hacia el jardín.
Silvia se quedó en esa posición un rato más esperando que no fuera
una mala broma de su mente agotada. Todo el ruido que quedó era el repiqueteo
de la lluvia, que de manera repentina se vio interrumpido por un grito desgarrador
de Rubén, luego regresó solo el repiqueteo. La golpeada muchacha abrió los
ojos. Se incorporó, notando que el dolor de la espalda había regresado, y salió
a ver lo que había ocurrido.
Los cinco caballeros estaban sobre una rodilla alrededor del cadáver
de Rubén, al notar la presencia de Silvia se pusieron de pie y regresaron a sus
lugares correspondientes, dejando a Silvia, a salvo, en la entrada de su casa.