Driving down the darkness

miércoles, 9 de febrero de 2011

Función de medianoche

Un silencio sepulcral llenaba la carpa en su totalidad y recorría las gradas vacías rodeando el escenario solitario. De entre las sombras surgió una figura alta y delgada, que desprendía una estela de humo, quizás de niebla, que inundaba el lugar poco a poco. Blandía un bastón en su mano izquierda mientras caminaba con pasos rítmicos y funestos, con su mano derecha acariciaba el borde de su sombrero de copa. Los reflectores se encendieron haciendo más visible la soledad de la carpa, la estela fue avanzando entre las gradas, llenándolas de su extraña niebla y a medida que avanzaba cubría el escenario también.

Entonces la carpa fue cobrando vida. Las risas y los alaridos se hicieron presentes, comenzando primero como un ligero susurro y creciendo en el ambiente hasta convertirse en el rugido de una multitud sedienta de magia.

La figura del maestro se hizo más que clara cuando las luces de los reflectores le dieron de lleno sobre el sombrío cuerpo. Aun blandiendo el bastón de empuñadura de oro sacó un reloj de bolsillo y lo miró, un minuto para las doce. Una sonrisa se dibujó en su rostro y alzó la vista para buscar a su público. La multitud aclamaba al anfitrión de la gala con un estruendo de aplausos y gritos desesperados, enfermos de ansiedad. Los segundos iban muriendo con un tic que era bastante audible a pesar de la estridente muchedumbre. “Tres... Dos… Uno…” Abatió el bastón con un ademán brusco pero seguro. La multitud se silenció al instante.

- Buenas noches, damas y caballeros, bienvenidos sean todos ustedes al espectáculo sobrenatural…- dijo el maestro captando la atención de todo el auditorio- Antes que nada debo agradecerles a todos por haber asistido hoy a ésta su casa. Esta noche tendremos una velada espectacular- El auditorio esperaba callado, casi como hipnotizados por el bastón negro que el anfitrión seguía blandiendo con la mano.- Un show lleno de magia y color, con los más divertidos número y los animales más exóticos e insólitos que jamás hayan visto.- Por un instante dejó de blandir el bastón- Ahora, manténganse en sus asientos y por favor… Disfruten la función.

Volvió a blandir el bastón y esta vez golpeó su sombrero con la empuñadura, para después describir en el aire un círculo perfecto. El suelo pareció crujir provocando un ruido que llenó a los espectadores de incertidumbre, dejándolos al filo de las butacas. Tras el crujido la tierra empezó a temblar y un sonido lejano apareció en el fondo del túnel de entrada. Gradualmente se fue intensificando hasta ser lo suficientemente claro. Eran pasos, como los de una gran marcha, se escuchaban rítmicos y contrastados por el sonido de los redobles y los bombos, después sazonado con el sonar de las trompetas.

Y en ese momento aparecieron los integrantes de la gran marcha. Un grupo de payasos entró encabezando la procesión agitando aros, haciendo malabares con pelotas de colores, llenando la carpa con sus sonoras risas. La multitud estalló en un estruendo de voces y alaridos excitados, era como una furia incontrolable y tan feroz como el rugido de un león hambriento de sangre.

Los payasos siguieron su alegre algarabía de trompetas y tambores, bailando al ritmo de su propia música. Después sonidos de animales se unieron a la orquesta de los comediantes de los rostros pintados y pelucas coloridas. Un grupo de chimpancés entraron en escena, venían vestidos con ropas ridículas que los hacían parecer una parodia de la aristocracia del siglo XIX, bailaban chillando y haciendo muecas graciosas, provocando nuevos gritos y risas. El maestro seguía blandiendo su bastón de manera que recordaba al director de una sinfónica, con un ritmo que solo él conocía.

La estela de niebla seguía saliendo de él, solo que esta vez lo hacía con mucha más intensidad, incluso aparecieron muecas y gestos de estar haciendo un gran esfuerzo en la cara del gran anfitrión. Después de los chimpancés siguieron un par de osos negros, imponentes y magníficos, que llevaban sobre sí grandes y gruesas cadenas de oro resplandeciente ante la luz de los reflectores, que más que hacerlos parecer cautivos les daba un aire de supremacía. Tras entrar al escenario ambos rugieron para reiterar su notable presencia.

Una pareja de leones de melenas frondosas llegaron en un solemne silencio, mirando indiferentes al público que los aclamaba con feroces gritos. Pero no tardaron en finiquitar su elipsis con un rugido que casi sacudió la carpa entera, y con el cual la multitud pareció enloquecer aún más. Poco después entraron tres perros amaestrados que danzaban sobres sus patas traseras. “Vaya espectáculo”, pensó el maestro sin dejar de esgrimir el bastón negro de empuñadura de oro. Unos instantes más tarde, un par de jinetes montados en caballos blancos entraron a escena, ambos portaban en sus manos látigos que hacían resonar en el aire.

El público miraba, reía, gritaba, lloraba, maldecía. Por momentos parecía una ejecución de algún asesino o hereje en la hoguera durante la Edad Media. Lo que había comenzado como un espectáculo de magia y color comenzó a tornarse enfermizo. La gente no aclamaba la graciosa estupidez de los payasos, ni la simpática actuación de los chimpancés, ni mucho menos la gracia de los jinetes al hacer trotar con delicadeza a los caballos. No, ellos parecían pedir algo más, algo retorcido que se ocultaba tras el gran espectáculo y tras el maquillaje y los ridículos atuendos.

Fue entonces cuando el maestro empezó a cansarse y se notaba en el bastón, que ahora se movía más lento y con menos gracia. En ese momento el público halló la oportunidad de convertir ese instante en lo que ellos habían esperado desde hace mucho tiempo, algo que anhelaban desde el día en que fueron creados. Los movimientos del bastón se fueron aminorando cada vez más, hasta que por fin se detuvieron con un ademán interrumpido y violento. La música paró y todos detuvieron la fiesta, el público también calló.

Por un instante todo fue silencio, los payasos se miraban entre sí, preguntándose qué pasaría entonces. Los animales se limitaron a quedarse en sus respectivos lugares mientras que los jinetes dirigían sus miradas hacia el maestro. Él yacía doblado de la fatiga en el fondo del escenario, respirando con dificultad y frotándose el pecho con la mano libre, porque nunca soltó el bastón. Y cuando muecas de dolor surgieron en su rostro todas sus miradas se posaron sobre él y su frac negro y reluciente.

Ojos consternados se clavaban sobre su cuerpo interrogándole, sus propias creaciones lo cuestionaban, le demandaban más y más. Las miradas fueron cambiando hasta convertirse en ojos furibundos llenos de odio, el público estalló nuevamente en un maligno mar de gritos ensordecedores. Querían más de lo que él les podía dar, no les bastaba con el espectáculo que el maestro les había preparado, querían al maestro mismo. El bramido de la muchedumbre era casi insoportable, y entonces todos se volvieron contra su anfitrión. “¡Córtenle la cabeza!” gimió una voz del público, y el resto lo correspondió con una aclamación atroz y fueron creando un coro sediento de derramar sangre ajena.

Sin embargo, los animales y payasos parecían indecisos, aunque no tardaron en comprender la petición del auditorio. Un par de segundos después giraron hacia el maestro, quien aún se hallaba indispuesto. Los payasos fueron los primeros en volverse contra él y ahora sus rostros habían cambiado, de tener caras graciosas y coloridos trajes habían pasado a ser grises y molestos. Sus mandíbulas se abrieron para vociferar, pero en vez de gritos más bien parecían ladridos.

Los chimpancés iniciaron un lastimoso e histérico chillido, los osos y los leones rugieron acercándose al maestro lentamente. Ahora la música se había tornado estridente y molesta, los tambores sonaban sin ritmo y las trompetas solo emitían sonidos chillantes y horribles. Los jinetes hicieron avanzar a sus caballos, que resoplaban por sus narices y relinchaban a la vez que se paraban sobre sus cuartos traseros, amenazando con sus cascos delanteros.

“¡Córtenle la cabeza!” gritaba el público enardecido y sediento de sangre, lo único que deseaban ver era la caída del hombre que le daba vida a ese espectáculo. “¡Córtenle la cabeza!” clamaba nuevamente el iracundo tumulto, en ese momento el maestro comenzaba a perder el control sobre la realidad. De entre las gradas alguien le entregó a uno de los payasos un hacha, que lucía resplandeciente y mortalmente afilada, y éste la sostuvo entre sus blancas manos.

“¡Córtenle la cabeza!”, rugía la multitud, “¡Córtenla, córtenla!”, sus bizarras creaciones se acercaban cada vez más, pero el maestro aun no recuperaba del todo sus fuerzas. Los jinetes hicieron chasquear sus látigos y lo hicieron retroceder unos pasos, el payaso del hacha comenzó a acercarse con pasos firmes y amenazantes, pero ni así perdía su funesta forma de andar. El público ardía en la posibilidad de ver completados sus enfermos sueños lanzando alaridos teñidos de locura. El payaso del hacha se acercaba aún más, blandiendo el hacha una y otra vez.

De pronto echó a correr hacia el maestro, como un perro que busca febrilmente un pedazo de carne, y a un metro de él se lanzó preparando el hacha y…
Solo se escuchó el sonido del bastón cortando el viento y después todo fue silencio…

- Gracias, damas y caballeros, por habernos acompañado esta noche- decía el ya más tranquilo anfitrión mientras elevaba de nuevo el bastón- Espero que lo hayan disfrutado y que todo haya sido de su agrado. Espero volverlos a ver aquí a todos ustedes- Señalaba ahora a las gradas vacías y solitarias recorriéndolas con la empuñadura- Por hoy esto es todo. Buenas noches…

“Y muchas gracias…”

Su voz se desvaneció con el silbar del viento, dio media vuelta y regresó a su camerino con ese andar rítmico y funesto. Entonces se fue convirtiendo en la sombra que era al empezar, su estela desapareció siguiéndolo por la senda que lleva a su dormitorio.

La carpa quedó otra vez vacía y silenciosa, pero paciente, anhelando la próxima media noche para ver el espectáculo sobrenatural.