Driving down the darkness

lunes, 16 de enero de 2012

¡Monstruo!

En el pueblo de (…) se les había prohibido a los niños salir a jugar a las calles pasadas las siete de la noche, pues se vivía con el miedo de que Hoch llegara, montado en su caballo, y se los llevara a las montañas.
La noticia de que un monstruo acechaba los pueblos cercanos les había parecido a los hombres del pueblo algo poco menos que una estupidez. Sin embargo, con los primeros niños desaparecidos se tomaron medidas drásticas.
Hoch era un hombre viejo, o al menos eso se creía, que había llegado a asentarse a las afueras del pueblo desde hacía unos pocos meses. Era alto y tan robusto como un oso. Tenía una piel muy blanca y, compensando la cabeza calva, una barba espesa y oscura. Un hombre imponente, según la opinión de los hombres del pueblo que vivían para contarlo. Sus ojos destellaban una mirada fría y con el tiempo habían adquirido una coloración amarillenta con la que se veían siniestramente oscuros.
Pero no era su aspecto lo que lo hacía un personaje temible y terrible. Más bien era lo que había llegado a hacer, a satisfacer esa insaciable hambre de sangre y de carne humana. En su afán de obtener su alimento aterrorizaba al pueblo matando a hombres y mujeres, a aquellos que se interponían entre su plato favorito, los niños. Llegaba por las noches y los tomaba de sus casas para llevarlos a algún lugar en las montañas.
No había habido ninguna autoridad capaz de frenarlo, pues siempre que se le quería sorprender Hoch aparecía por algún lugar diferente. Además de que la fuerza y la furia que poseía era de temer. Por esa razón y a manera de prevención se había decretado toque de queda a las siete de la noche. Sin embargo, ni eso era suficiente para salvarlos del monstruo comehombres.
Cierta noche Hoch apareció entre la oscuridad montando su caballo, vino desde las montañas a toda prisa a procurarse una buena cena. En cuanto los aldeanos escucharon el sonido de los cascos cerraron puertas y ventanas, aunque no existía tranca suficientemente fuerte para ser inmune de él. Hoch se paseó por medio pueblo, haciendo paradas de cinco segundos para olfatear y mirar a través de las ventanas. Dentro de las casas todos rezaban pidiendo que Hoch no se detuviera en ese lugar, que pasara de largo como el ángel que mató a los primogénitos en Egipto. Pero Hoch no era un ángel, era un ser salido del mismo infierno.
De pronto, Hoch se detuvo en una casa pequeña, olfateó y lo que llegó a sus narices le agradó, entonces bajó del caballo y llamó a la puerta. Nadie abrió. Esa era la respuesta lógica, así que tomó el hacha que siempre le acompañaba, con la que estaba dispuesto a derribar la puerta si era necesario. Tocó nuevamente. Dentro se escuchaban el llanto de una familia que suplicaba piedad, pero Hoch no se conmovía súplicas, en vez de eso le provocaban un placer inmenso. El miedo era el aperitivo perfecto para su sangrienta cena.
El monstruo no esperó demasiado para derribar la puerta hachazos, a cada golpe los residentes de la casa gritaban de terror. Miedo, el mejor aperitivo. Cuando la puerta estuvo lo suficientemente dañada, Hoch derribó los restos a base de patadas para abrirse paso. Lo que vio dentro le llenó de mucha satisfacción: un niño de unos catorce años, una niña de diez y una mujer protegidos por un hombre que sostenía un azadón a manera de defensa.
- No te acerques…- dijo el hombre con voz temblorosa- no te acerques o…
Hoch avanzó hacia él con la intención de llegar a los pequeños que estaban detrás, y cuando estuvo lo suficientemente cerca el hombre le atacó con el azadón tratando de clavárselo en el hombro izquierdo. El monstruo interceptó el ataque le miró a los ojos, hurgándole el alma con esas esferas amarillentas y oscuras, y sonrió, dejando ver los dientes afilados como colmillos. Hoch sostuvo al hombre mediante el azadón muy cerca, pero lo único que pasó fue que Hoch quitó al padre de familia de en medio golpeándolo para que se estrellase con la pared. Cuando estuvo frente a la madre con sus pequeños se puso sobre una rodilla, como inclinándose a un rey.
- Bueno, ¿quién de ustedes quiere irse conmigo?
Sonrió. Su sonrisa, que hacía un macabro juego con sus ojos amarillentos, relucía con la poca luz de luna que había. Ninguno dijo nada, la madre y sus hijos se limitaron a cerrar los ojos y a desear que todo fuera un horrible sueño.
- Pues si no quieren venir por propio voluntad será a mi gusto.
Hoch se puso de pie, imponiendo su imagen antes los indefensos seres, y tomó a la niña del vestido. En un solo movimiento la subió encima del hombro y se dirigió a la salida. El padre, que apenas se estaba levantando del suelo, avanzó hacia él en un último intento de detenerlo, pero lo único que encontró fue el brazo del monstruo que lo empujó contra la pared con su descomunal fuerza.
La mujer gritó de desesperación, el monstruo salía por la puerta y no había nada que se pudiera hacer, pues cuando Hoch tomaba a alguien jamás se sabía nada de él o ella. El chico salió tras su hermana, pero al salir solo se encontró con la estela de polvo que había dejado el caballo que se perdía en la oscuridad.
Nunca nadie supo en qué lugar de las montañas vivía aquel monstruo, ni qué pasaba exactamente con sus víctimas, tampoco cuándo volvería, porque eso era seguro, Hoch, el insaciable, volvería.
En el pueblo no hubo quien tomara la iniciativa para enfrentar al monstruo, puesto que el terror que provocaba idiotizaba a la muchedumbre. Sin embargo, la noche en que aquella niña fue raptada cambió algo. Ese chico, el que Hoch no había escogido, se llenó de furia y llamó al pueblo a tomar cartas en el asunto. Fue con el alcalde del pueblo, con el sheriff, con hombres conocidos por las hazañas de sus propias fuerzas a pedirles ayuda. Sin embargo, ninguno de ellos accedió a ayudar, todo mundo estaba demasiado aterrorizado como para actuar en contra del monstruo.
Padre y madre trataron de disuadir al chico de que dejara el asunto por la paz, diciéndole que por más que hiciera su hermana no regresaría, pero no desistiría. Ya habían sufrido la pérdida de hijos, hermanos, padres, ahora sentía que las cosas debían cambiar su curso y terminar lo antes posible.
-Por favor, no queremos perder a otro hijo, no lo soportaré- le decía la madre a su muchacho- ya deja las cosas como están.
Pero ni por eso desistió. La furia dentro de él era tanta que estaba cegada su razón. Por eso ideó un plan.
Durante semanas, el chico esperó paciente la llegada de Hoch. Contaba los días, las horas. Perfeccionaba el plan, pensaba en él en las noches tratando de eliminar todos los cabos sueltos, imaginando todas los posibles escenarios. Solo comía para tener fuerzas para un posible encuentro, vivía para matar al monstruo, para frenar ese mal que los había llegado a aterrorizarlos.
El chico presentía que Hoch no tardaría en venir. Terminaba de conseguir lo que necesitaría para realizar su trabajo, se le veía solitario, sombrío, caminando por las calles en silencio, solo él mismo sabía lo que estaba a punto de hacer y conocía bien la angustia que producía la proximidad de un evento tan peligroso.
Sus padres, al ver que el muchacho no cambiaría su forma de pensar, se rindieron y no le molestaron más, incluso, apoyaron al chico en lo que pudieron. El padre consiguió un cuchillo grande para que el chico se defendiera, reconstruyó junto con su hijo la puerta que el monstruo había derribado e hicieron una tranca más resistente. La familia se encontraba unida nuevamente.
Unas noches después, Hoch apareció montado en el caballo de siempre emergiendo de la oscuridad para buscar carne. Pero en esta ocasión, al entrar al pueblo, se encontró con un enorme cartel.
"Hoch, si quieres carne esta noche ve a la misma casa de la vez pasada, al sur del pueblo."
El monstruo se acercó al cartel, pues un olor muy peculiar y conocido para él manaba del cartel. La pintura aún estaba fresca, Hoch pasó los dedos encima del rótulo y olfateó sus dedos. Sangre. Por supuesto que recordaba dónde había estado la última vez, pues el miedo de sus víctimas era un excelente fijador para los recuerdos. No tardó en ubicarse y en llegar a la casa a la que se le había invitado.
En dicho lugar le esperaba la cena, paciente. Hoch encontró la casa con la puerta entreabierta, por lo que dejó su hacha en el caballo. El ambiente le sugería que algo extraño pasaba, aunque no temía por sí mismo, pues su fuerza era suficiente como para derribar a cuanto hombre se propusiera. Lo que sí le sorprendió fue lo que encontró dentro.
Al abrir la puerta vio dos siluetas que estaban sentadas a la mesa en silencio. El hecho de no escuchar ni lamentos ni súplicas le molestó, pero su curiosidad fue más. Con la poca luz que había se dio cuenta de que eran el hombre y la mujer que, suponía, eran los padres de los niños. No hizo falta luz alguna para que se diera cuenta de que estaban muertos, para él la sangre fresca tenía un sabor delicioso, pero la que lleva algunas horas tiene un sabor exquisito.
Con los dedos palpó los cuellos de ambos, cortados profundamente, se habían desangrado aunque aun quedaba sangre dentro de ellos. Lamió sus dedos, y el sabor le resultó tan agradable que se engolosinó con ellos y empezó a devorarlos con rapidez. Mordió sus brazos del hombro hasta los dedos, pues las vísceras siempre eran demasiado buenas como para comerlas desde el principio.
Cuando terminó con el último meñique decidió comer las tripas de su manjar, pero al descubrir sus ropas se dio cuenta de que alguien más ya había hecho ese trabajo. Ninguno de los dos tenía víscera alguna. Entonces se estremeció. Justo iba a voltear cuando de la oscuridad de la casa surgió el chico. En un movimiento rápido y con descomunal fuerza le encajó el hacha a Hoch en el cuello, la misma que había dejado en el caballo. La hoja se encajó profunda y cortó todo lo que pudo, la sangre oscura empezó a brotar de su cuello y pronto comenzó a perder fuerza. Poco a poco fue cayendo al piso, en un instante el gigante cayó en medio de su propia sangre.
- Las vísceras es lo que sabe mejor- dijo el chico desencajándole el hacha del cuello- las vísceras. Ahora entiendo por qué te gusta tanto. Quizás tenemos más en común de lo que pensábamos, pero no puedo dejarte vivir después de lo que le hiciste a mi hermana.
A la luz de la luna, el chico miró a Hoch, quien le devolvió la mirada, y Hoch, quien jamás había mostrado miedo o remordimiento, se llenó de terror al ver los ojos amarillentos y oscuros que le miraban.