En el pueblo de (…) se les había prohibido a los niños salir a jugar a
las calles pasadas las siete de la noche, pues se vivía con el miedo de
que Hoch llegara, montado en su caballo, y se los llevara a las
montañas.
La noticia de que un monstruo acechaba los pueblos
cercanos les había parecido a los hombres del pueblo algo poco menos que
una estupidez. Sin embargo, con los primeros niños desaparecidos se
tomaron medidas drásticas.
Hoch era un hombre viejo, o al menos
eso se creía, que había llegado a asentarse a las afueras del pueblo
desde hacía unos pocos meses. Era alto y tan robusto como un oso. Tenía
una piel muy blanca y, compensando la cabeza calva, una barba espesa y
oscura. Un hombre imponente, según la opinión de los hombres del pueblo
que vivían para contarlo. Sus ojos destellaban una mirada fría y con el
tiempo habían adquirido una coloración amarillenta con la que se veían
siniestramente oscuros.
Pero no era su aspecto lo que lo hacía
un personaje temible y terrible. Más bien era lo que había llegado a
hacer, a satisfacer esa insaciable hambre de sangre y de carne humana.
En su afán de obtener su alimento aterrorizaba al pueblo matando a
hombres y mujeres, a aquellos que se interponían entre su plato
favorito, los niños. Llegaba por las noches y los tomaba de sus casas
para llevarlos a algún lugar en las montañas.
No había habido
ninguna autoridad capaz de frenarlo, pues siempre que se le quería
sorprender Hoch aparecía por algún lugar diferente. Además de que la
fuerza y la furia que poseía era de temer. Por esa razón y a manera de
prevención se había decretado toque de queda a las siete de la noche.
Sin embargo, ni eso era suficiente para salvarlos del monstruo
comehombres.
Cierta noche Hoch apareció entre la oscuridad
montando su caballo, vino desde las montañas a toda prisa a procurarse
una buena cena. En cuanto los aldeanos escucharon el sonido de los
cascos cerraron puertas y ventanas, aunque no existía tranca
suficientemente fuerte para ser inmune de él. Hoch se paseó por medio
pueblo, haciendo paradas de cinco segundos para olfatear y mirar a
través de las ventanas. Dentro de las casas todos rezaban pidiendo que
Hoch no se detuviera en ese lugar, que pasara de largo como el ángel que
mató a los primogénitos en Egipto. Pero Hoch no era un ángel, era un
ser salido del mismo infierno.
De pronto, Hoch se detuvo en una
casa pequeña, olfateó y lo que llegó a sus narices le agradó, entonces
bajó del caballo y llamó a la puerta. Nadie abrió. Esa era la respuesta
lógica, así que tomó el hacha que siempre le acompañaba, con la que
estaba dispuesto a derribar la puerta si era necesario. Tocó nuevamente.
Dentro se escuchaban el llanto de una familia que suplicaba piedad,
pero Hoch no se conmovía súplicas, en vez de eso le provocaban un placer
inmenso. El miedo era el aperitivo perfecto para su sangrienta cena.
El
monstruo no esperó demasiado para derribar la puerta hachazos, a cada
golpe los residentes de la casa gritaban de terror. Miedo, el mejor
aperitivo. Cuando la puerta estuvo lo suficientemente dañada, Hoch
derribó los restos a base de patadas para abrirse paso. Lo que vio
dentro le llenó de mucha satisfacción: un niño de unos catorce años, una
niña de diez y una mujer protegidos por un hombre que sostenía un
azadón a manera de defensa.
- No te acerques…- dijo el hombre con voz temblorosa- no te acerques o…
Hoch
avanzó hacia él con la intención de llegar a los pequeños que estaban
detrás, y cuando estuvo lo suficientemente cerca el hombre le atacó con
el azadón tratando de clavárselo en el hombro izquierdo. El monstruo
interceptó el ataque le miró a los ojos, hurgándole el alma con esas
esferas amarillentas y oscuras, y sonrió, dejando ver los dientes
afilados como colmillos. Hoch sostuvo al hombre mediante el azadón muy
cerca, pero lo único que pasó fue que Hoch quitó al padre de familia de
en medio golpeándolo para que se estrellase con la pared. Cuando estuvo
frente a la madre con sus pequeños se puso sobre una rodilla, como
inclinándose a un rey.
- Bueno, ¿quién de ustedes quiere irse conmigo?
Sonrió.
Su sonrisa, que hacía un macabro juego con sus ojos amarillentos,
relucía con la poca luz de luna que había. Ninguno dijo nada, la madre y
sus hijos se limitaron a cerrar los ojos y a desear que todo fuera un
horrible sueño.
- Pues si no quieren venir por propio voluntad será a mi gusto.
Hoch
se puso de pie, imponiendo su imagen antes los indefensos seres, y tomó
a la niña del vestido. En un solo movimiento la subió encima del hombro
y se dirigió a la salida. El padre, que apenas se estaba levantando del
suelo, avanzó hacia él en un último intento de detenerlo, pero lo único
que encontró fue el brazo del monstruo que lo empujó contra la pared
con su descomunal fuerza.
La mujer gritó de desesperación, el
monstruo salía por la puerta y no había nada que se pudiera hacer, pues
cuando Hoch tomaba a alguien jamás se sabía nada de él o ella. El chico
salió tras su hermana, pero al salir solo se encontró con la estela de
polvo que había dejado el caballo que se perdía en la oscuridad.
Nunca
nadie supo en qué lugar de las montañas vivía aquel monstruo, ni qué
pasaba exactamente con sus víctimas, tampoco cuándo volvería, porque eso
era seguro, Hoch, el insaciable, volvería.
En el pueblo no hubo
quien tomara la iniciativa para enfrentar al monstruo, puesto que el
terror que provocaba idiotizaba a la muchedumbre. Sin embargo, la noche
en que aquella niña fue raptada cambió algo. Ese chico, el que Hoch no
había escogido, se llenó de furia y llamó al pueblo a tomar cartas en el
asunto. Fue con el alcalde del pueblo, con el sheriff, con hombres
conocidos por las hazañas de sus propias fuerzas a pedirles ayuda. Sin
embargo, ninguno de ellos accedió a ayudar, todo mundo estaba demasiado
aterrorizado como para actuar en contra del monstruo.
Padre y
madre trataron de disuadir al chico de que dejara el asunto por la paz,
diciéndole que por más que hiciera su hermana no regresaría, pero no
desistiría. Ya habían sufrido la pérdida de hijos, hermanos, padres,
ahora sentía que las cosas debían cambiar su curso y terminar lo antes
posible.
-Por favor, no queremos perder a otro hijo, no lo soportaré- le decía la madre a su muchacho- ya deja las cosas como están.
Pero ni por eso desistió. La furia dentro de él era tanta que estaba cegada su razón. Por eso ideó un plan.
Durante
semanas, el chico esperó paciente la llegada de Hoch. Contaba los días,
las horas. Perfeccionaba el plan, pensaba en él en las noches tratando
de eliminar todos los cabos sueltos, imaginando todas los posibles
escenarios. Solo comía para tener fuerzas para un posible encuentro,
vivía para matar al monstruo, para frenar ese mal que los había llegado a
aterrorizarlos.
El chico presentía que Hoch no tardaría en
venir. Terminaba de conseguir lo que necesitaría para realizar su
trabajo, se le veía solitario, sombrío, caminando por las calles en
silencio, solo él mismo sabía lo que estaba a punto de hacer y conocía
bien la angustia que producía la proximidad de un evento tan peligroso.
Sus
padres, al ver que el muchacho no cambiaría su forma de pensar, se
rindieron y no le molestaron más, incluso, apoyaron al chico en lo que
pudieron. El padre consiguió un cuchillo grande para que el chico se
defendiera, reconstruyó junto con su hijo la puerta que el monstruo
había derribado e hicieron una tranca más resistente. La familia se
encontraba unida nuevamente.
Unas noches después, Hoch apareció
montado en el caballo de siempre emergiendo de la oscuridad para buscar
carne. Pero en esta ocasión, al entrar al pueblo, se encontró con un
enorme cartel.
"Hoch, si quieres carne esta noche ve a la misma casa de la vez pasada, al sur del pueblo."
El
monstruo se acercó al cartel, pues un olor muy peculiar y conocido para
él manaba del cartel. La pintura aún estaba fresca, Hoch pasó los dedos
encima del rótulo y olfateó sus dedos. Sangre. Por supuesto que
recordaba dónde había estado la última vez, pues el miedo de sus
víctimas era un excelente fijador para los recuerdos. No tardó en
ubicarse y en llegar a la casa a la que se le había invitado.
En
dicho lugar le esperaba la cena, paciente. Hoch encontró la casa con la
puerta entreabierta, por lo que dejó su hacha en el caballo. El ambiente
le sugería que algo extraño pasaba, aunque no temía por sí mismo, pues
su fuerza era suficiente como para derribar a cuanto hombre se
propusiera. Lo que sí le sorprendió fue lo que encontró dentro.
Al
abrir la puerta vio dos siluetas que estaban sentadas a la mesa en
silencio. El hecho de no escuchar ni lamentos ni súplicas le molestó,
pero su curiosidad fue más. Con la poca luz que había se dio cuenta de
que eran el hombre y la mujer que, suponía, eran los padres de los
niños. No hizo falta luz alguna para que se diera cuenta de que estaban
muertos, para él la sangre fresca tenía un sabor delicioso, pero la que
lleva algunas horas tiene un sabor exquisito.
Con los dedos palpó
los cuellos de ambos, cortados profundamente, se habían desangrado
aunque aun quedaba sangre dentro de ellos. Lamió sus dedos, y el sabor
le resultó tan agradable que se engolosinó con ellos y empezó a
devorarlos con rapidez. Mordió sus brazos del hombro hasta los dedos,
pues las vísceras siempre eran demasiado buenas como para comerlas desde
el principio.
Cuando terminó con el último meñique decidió comer
las tripas de su manjar, pero al descubrir sus ropas se dio cuenta de
que alguien más ya había hecho ese trabajo. Ninguno de los dos tenía
víscera alguna. Entonces se estremeció. Justo iba a voltear cuando de la
oscuridad de la casa surgió el chico. En un movimiento rápido y con
descomunal fuerza le encajó el hacha a Hoch en el cuello, la misma que
había dejado en el caballo. La hoja se encajó profunda y cortó todo lo
que pudo, la sangre oscura empezó a brotar de su cuello y pronto comenzó
a perder fuerza. Poco a poco fue cayendo al piso, en un instante el
gigante cayó en medio de su propia sangre.
- Las vísceras es lo
que sabe mejor- dijo el chico desencajándole el hacha del cuello- las
vísceras. Ahora entiendo por qué te gusta tanto. Quizás tenemos más en
común de lo que pensábamos, pero no puedo dejarte vivir después de lo
que le hiciste a mi hermana.
A la luz de la luna, el chico miró a
Hoch, quien le devolvió la mirada, y Hoch, quien jamás había mostrado
miedo o remordimiento, se llenó de terror al ver los ojos amarillentos y
oscuros que le miraban.